La ocasión en que Borges fue a ver “Esperando a Godot”, hizo a la salida un comentario burlesco, algo así como qué sentido puede tener exhibir la espera de alguien que no llega jamás. La anécdota es extraña, considerando que Borges era un entusiasta de Kafka y de
El desierto de los tártaros. Quizás le caían mal el pesimismo y el ostracismo de Beckett.
No es ninguna novedad que la condición humana se revele, a la vez, en distintas imágenes simbólicas, no excluyentes entre sí. Una podría ser la que nos proporciona el mito de Sísifo, otra la de Ulises desviado de su destino por acción de los dioses que administraban las circunstancias. En ambos casos, lo que predomina es la imposibilidad, los caminos deshechos, la vuelta a empezar.
Lo de la espera incierta es una experiencia que todos podemos reconocer. Sabemos por las pesadillas, pero sobre todo por nuestra memoria de la infancia, qué aspecto adquiere el tiempo cuando lo consagramos —siempre por desidia de los otros o por “motivos de fuerza mayor”— a esperar. Se trata de algo más que el simple aburrimiento y de algo más que la desesperación. En el tiempo prolongado de espera, los relojes nos miran, y los rostros de los que pasan se vuelven irónicos o sancionadores.
Esperar no tendría por qué ser una experiencia tortuosa. Los insistentes viajeros cuentan de lugares donde no rigen los horarios de los trenes ni de nada: puede ser esta tarde que venga el tren, o mañana, o pasado mañana, y los pasajeros simplemente se quedan en el andén semiadormecidos. Es decir, están, sus mentes flotan en la deriva de la espera. Pero estamos hablando, en este caso, de pueblos carentes de neurosis, para quienes las cosas son como se dan no más. Otros, en cambio, sufren porque quieren resolver en un mismo movimiento su deseo fundamental: que las cosas sean como son y, a la vez, como deberían ser.
La idea gnóstica de Dios es la del abandono. Alguna vez se fue y no ha vuelto. Nos legó el vacío espiritual y una ausencia de respuesta que se diluye en las partículas de luz del universo.
Por eso quizás existe la fascinación por lo desconocido que viene de muy lejos. Tal era la figura del limpiador de chimeneas en la Inglaterra del siglo XIX. En Santiago, hasta entrados los años sesenta, función parecida cumplían personajes esporádicos: el vendedor de cochayuyos, de piel ennegrecida por el sol, y el yerbatero, generalmente barbado, desastrado y medio loco, cada vez más aclimatado al silencio cordillerano.
Ver un barco extranjero pasar en la incertidumbre neblinosa del amanecer, con sus luces y sus cornetazos melancólicos; ver un tren a la distancia parapetado uno en la oscuridad de un campo; ver un ovni o un pájaro indescifrable: me parece que ese tipo de experiencias nos remiten a nuestra abandonada condición de seres en estado de espera permanente.