Múltiples críticas recibió la declaración de Chile, Brasil, Argentina, Colombia y Paraguay en la que, junto con reafirmar su compromiso con el sistema interamericano de derechos humanos, piden respetar la autonomía de los Estados y conceder un margen de apreciación sobre cómo proteger esos derechos conforme a sus propios procesos democráticos.
Mientras arreciaban las críticas, un hecho hablaba a las claras de que la declaración era certera. El Pleno de la Corte Suprema anunció que, en cumplimiento de un mandato de la Corte Interamericana (Corte IDH), declarará que varias condenas penales ejecutoriadas por delitos de violencia en La Araucanía “no pueden permanecer vigentes”. Sea lo que pueda significar esta insólita decisión, no hay duda de que prueba que la Corte está excediendo el rol que le confiere la Convención Americana de Derechos Humanos o Pacto de San José de Costa Rica, para imponer criterios morales e ideológicos con prescindencia de las políticas y leyes aprobadas por cada país.
No fue ese el espíritu del tratado ni funcionó así en sus primeros años. Pero en las últimas décadas la Corte ha asumido una posición crecientemente intrusiva y autoritaria. A pretexto de efectuar una interpretación “evolutiva” del tratado, crea derechos que no figuran en la Convención, como cuando condenó a Chile en el caso de la jueza Atala y sacó de la manga un inédito derecho a la orientación sexual.
La interpretación “evolutiva” permite sostener cualquier cosa, porque es el intérprete quien determina hacia dónde “evoluciona” la norma. No extraña que, sobre esa base, la Corte se permita fallar contra texto expreso. Afirmó —con el único voto en contra del juez chileno Vio Grossi— que si bien el Pacto declara que protege la vida desde “la concepción”, esta expresión significa ahora “implantación” del embrión en el útero.
Por si lo anterior fuera poco, la Corte pretende que la forma en que ella entiende la Convención obligue a todos los Estados, y que sus tribunales internos, en caso de encontrar leyes o normas que contradigan esa jurisprudencia, deben declararlas contrarias a la Convención. Es lo que ha dado en llamar “control de convencionalidad” —en remedo del control de constitucionalidad— y que últimamente ha extendido a sus opiniones consultivas, aunque en teoría no son vinculantes.
La Comisión, el órgano que presenta los casos a la Corte, no ha estado ajena a este intervencionismo. Ha usado los “acuerdos de solución amistosa” más allá de los términos excepcionales en que los contempla el tratado, y los ha transformado en mecanismos extorsivos para arrancar decisiones con merma de las instancias democráticas.
Este autoritarismo judicial se ve potenciado porque la Comisión y la Corte tienen como aliados en cada Estado a sectores políticos que comparten su ideario liberal-progresista. Una muestra de cómo funciona esta “coalición” es el acuerdo de solución amistosa que el gobierno chileno aceptó para aprobar el matrimonio “homosexual”. La denuncia fue hecha por el Movilh, y la Presidenta Bachelet, sin consulta al Congreso ni a la ciudadanía, suscribió el acuerdo con la Comisión, poniendo a Chile en la disyuntiva de, o aprobar esa ley o ser demandado como violador de derechos humanos.
Lo más preocupante es que la Corte ha comenzado a sostener que también puede pronunciarse sobre la vulneración de derechos económicos, a pesar de que la Convención los excluye como derechos exigibles. Nuestro sistema educacional, previsional y de salud, y sus reformas, quedarán bajo la lupa de estos organismos internacionales.
En este panorama, la declaración de los cinco Estados merece ser calificada de moderada y hasta de timorata. Lo que debieran hacer estos países es proponer una profunda modificación del Pacto de San José para que el sistema interamericano de derechos humanos recupere su subsidiariedad y sea integrado por juristas imparciales, que respeten las reglas y no las amañen para impulsar agendas político-partidistas.