O sea, “viento 'e cola”: si teníamos ese benigno viento, nuestra citrola era capaz de emprender los más inimaginables viajes. Más, incluso, que las burras (Ford T, o algo así), capaces de mantenerse en movimiento por mucho más tiempo que el lapso de vida de sus dueños. Capaces, además, de resucitar en este eón —cosa imposible para ellos—, como lo demuestran esos desfiles de “joyitas” que suelen aparecer por ahí, desenterradas desde viejos establos campesinos, donde la caca de gallina las ha preservado maravillosamente.
Así viajábamos antes. Con lentitud, seguridad, tranquilidad, verdaderamente predestinados a llegar a nuestra meta gracias a la indestructible mecánica de esos fantásticos “móviles”, como dicen los pacos. Era cuestión de saber un
minimum minimorum de mecánica. En cierto encantador viaje en burra, le aplicábamos a la bobina, cuando se calentaba excesivamente, un pañuelo empapado en agua fría. Y aceptaba, de lo más agradecida, que en vez de agua destilada se le vertiera coca-cola por el radiador: seguía cascando, refrescada, feliz y contenta. En cuanto a la citrola, cuando se desataban incomprensibles e incontrolables conflagraciones entre pistones y aceite, era suficiente separar las bujías, mediante un canuto de ovillo de hilo, del enchufito que las conectaba a algún otro órgano automotriz, sin lo cual cesaba el desplazamiento: a través del canuto se alargaba y resistía la “chispa” vital, causa y signo de movimiento, y ella reemprendía el viaje. Un día de enero, en la plaza Bulnes, cuando todavía tenía pileta redonda, le cambiábamos el canuto a la citrola en medio de un feroz concierto de bocinazos, y seguíamos luego hasta la iglesia de San Francisco, donde la pobrecita pedía otro cambio de canuto (llevábamos siempre una provisión de ellos).
Llevábamos también otras provisiones, porque los viajes acunantes de la citrola eran harto lentos y nos daban un hambre terrible. Pero había, gracias al cielo, remedio fácil en todos los caminos: por entonces, los que comunicaban a las ciudades estaban dotados, a diestra y siniestra, de agradables reparos. Por aquí estaba La Montina, donde vendían esas salchichas en masa de empanada; por allá estaba la dulcería Issa, que no había más que ponerse en la berma y comprar dulcísimos dulces. El tinto y los huevos duros completaban las municiones de boca: el tinto para pasar el atoro de los huevos, sin temor a que algún “amigo en su camino” le metiera por la boca no sé qué bombillita de virtud, capaz de revelar con cuántos sorbos se había conchitoreado Usía. Mire, vea otras municiones de boca que llevábamos.
Sanguchitos de charqui y huevos duros
Por cada huevo duro, 1 cda. de mayonesa, 1 puñado de lechuga en chiffonade. Muela el huevo con tenedor, mezcle los demás ingredientes y rellene su sánguche de pan de molde sin corteza. O rellénelo con trocitos de charqui de caballo, no machacado, sino esponjado a mano, marinado en aceite de oliva, limón y orégano.