El Señor ha resucitado y derrama sobre la vida del hombre una nueva luz. La última palabra no la tiene ya ni el sufrimiento, ni la muerte, sino que es la vida plena en la que el Señor nos ha introducido. El desafío es vivir, entonces, como hombres nuevos de acuerdo a esa vida en el Espíritu. El servicio al prójimo, la caridad y la entrega a los demás serán los signos de esa nueva vida, la cual experimentamos ahora, pero que sabemos viviremos en plenitud en Dios después de la muerte.
El evangelio de hoy nos introduce en lo que viven las primeras comunidades cristianas. Ellos se reúnen cada domingo, que es el día de la Resurrección del Señor, a celebrar la Eucaristía. Es el tiempo nuevo de la Iglesia naciente. Esta recién comienza a reunirse, pero todavía no tiene la experiencia del Resucitado. Por eso, están con miedo, con las puertas cerradas. A lo largo de la historia hemos conocido muchas ocasiones en las que la Iglesia ha cerrado las puertas al mundo, ha sentido miedo de él. Pienso en la forma cómo la Iglesia se relacionó con la ciencia y el racionalismo, o cómo se cerró a la modernidad. Hoy, nuevamente, frente al cuestionamiento que nos hace el mundo por los escándalos, tendemos a cerrar las puertas, por miedo y por vergüenza. Nos falta la experiencia del Resucitado.
Es en esta Iglesia reunida donde se produce algo extraordinario: el Señor está presente en medio de ellos. No se trata de una presencia mágica, o de un fantasma, sino de una presencia nueva, real y sacramental. Es la presencia del Resucitado. Es aquí cuando la Iglesia se constituye como tal.
Es en la comunidad que se reúne a celebrar la Eucaristía donde se da esa nueva presencia del Señor, la que es total y plena. Es ahí donde el Señor derrama el primer fruto de la Resurrección: su paz y su perdón. Y no solo eso, también dona ahí su Espíritu. Volviendo a la historia, fue entonces cuando los discípulos, llenos de alegría, empapados de ese Espíritu, salieron al mundo con fuerzas nuevas y sin miedo, para llevar a todos la nueva alegría del Evangelio.
Tomás se perdió todo esto. No estaba la tarde de aquel domingo con los demás apóstoles cuando estos estuvieron con el Cristo Resucitado. Es cierto que hay muchas formas de encontrarse con el Señor, pero los cristianos tenemos una forma muy especial y muy propia: es al partir el pan de la Eucaristía cuando el Resucitado está en medio nuestro. De ahí la importancia que la Iglesia le ha dado siempre a la celebración de la misa dominical. No es la única forma de encontrarse con Dios; sin embargo, es ahí donde nos encontramos con el Resucitado. Es la nueva presencia, la más grande.
Tomás comprendió esto, y al domingo siguiente no faltó.
Tomás nos representa a todos. A él, al igual que al resto de los apóstoles y a todos nosotros, le costó creer en la Resurrección. Seguramente se llenó de las mismas preguntas que nos hacemos nosotros hoy. Si pudiéramos, pondríamos a toda la ciencia, la historia, la arqueología, para que nos ayudasen a certificar y comprender la Resurrección. Tomás, como nosotros, requiere de ver para creer.
Pero no es este tipo de conocimiento el que nos hace creer.
El camino a recorrer es el de la fe que brota del encuentro con el Señor. Y ese Señor se nos revela en el encuentro comunitario y en el servicio al más necesitado.
Es en la Iglesia que se reúne como comunidad a celebrar la Eucaristía donde el Resucitado se hace presente y renueva nuestra fuerza para salir al mundo y llenarlo de esa vida nueva. Ojalá no perdamos esta oportunidad.
“‘Porque me has visto, has creído', le dijo Jesús (a Tomás); ‘dichosos los que no han visto y sin embargo creen'”.
(Jn. 20, 24-29)