Leonard Cohen (1934-2016) fue un cantante, poeta, novelista y compositor canadiense, entre otras múltiples facetas de una personalidad creativa única en la literatura angloamericana del siglo pasado y comienzos del actual. Publicó doce obras, obtuvo reconocimiento mundial como cantante y creador icónico y legó 17 álbumes, tres de ellos en los años finales de su vida, en la cima de su carrera y popularidad.
La llama comprende sus últimos esfuerzos literarios y refleja lo que Cohen quería dar a sus lectores, el cometido que lo mantenía vivo al acabar sus días. Durante el arduo período de la escritura de esta obra, Cohen reanudó su compromiso con la práctica de una meditación rigurosa, a fin de que su mente se concentrara en lo que traspasaba al papel mientras su cuerpo se consumía debido a la enfermedad que terminó con su existencia. Según las palabras de su hijo Adam, el artista habría deseado mantener con firmeza la convicción de que la escritura era su verdadero propósito. Cohen era, antes que nada, un poeta y su calidad versificadora será reconocida por quienes lean este ejemplar o se detengan en el significado de sus canciones. “Fui tan lejos en busca de la belleza, dejé tanto atrás” nos expresa en un conmovedor pasaje. Pero a pesar de que creía que lo que había dejado atrás era insuficiente,
La llama nos prueba todo lo contrario.
Cohen no fue metódico ni estructurado cuando emprendía la tarea de poner por escrito lo que pensaba y sus descendientes hallaron blocs de documentos, cuadernos de notas, fragmentos, servilletas y toda clase de bosquejos en cualquier parte, que los editores han transcrito en
La llama; estos materiales procedían de mesitas de noche, de escritorios en hoteles o de tiendas de baratillo: jamás utilizaba libretas doradas, encuadernadas en cuero, lujosas o que por su aspecto parecían importantes, puesto que prefería los recipientes humildes. A principios de los 90, había en su casa armarios repletos de cajas de libretas o apuntes, que contenían una dedicación total a lo que más le definía. Y Adam nos dice que “escribir era su razón de ser, era el fuego que lo inspiraba, la llama más trascendente, que nunca se extinguió”.
Si bien Cohen proviene de una familia judía observante, su relación con Dios era un tanto precaria y en cada ocasión que lo menciona emplea solo las iniciales de la Divinidad (D en español, G en inglés). Encendía velas y las mantenía diligentemente. Estudiaba y, con bella caligrafía, dejaba constancia de sus consecuencias. Se sentía estimulado por su peligro y a menudo hacía comentarios acerca del artificio de otras personas diciendo que “no manifestaba suficiente peligro” y alababa “la emoción de un sentimiento encendido”. Esta ardiente preocupación duró hasta que Cohen expiró. “Lo quieres más oscuro/ Apagamos la llama”, salmodió en su postrera balada, que fue su grabación de despedida.
Cohen proporcionó claras instrucciones sobre cómo quería organizar este volumen, que debía incluir no solo piezas convencionales, sino una generosa porción de dibujos y autorretratos, junto a legajos desconocidos a los que ahora recién tenemos acceso.
Previó tres secciones. La primera consiste en 63 poesías que él mismo eligió cuidadosamente de un valioso acervo de composiciones inéditas, que abarca varias décadas. Cohen solía trabajar en sus versos por espacio de mucho tiempo, a veces por lapsos interminables antes de enviarlos a la imprenta y él mismo dio estos títulos por completados. La segunda parte contiene las letras de las canciones que concibió cuando sabía que le quedaba poco para vivir. Todas estas letras fueron originalmente textos poéticos, de manera que pueden ser valoradas como tales por derecho propio, a diferencia de lo que ocurre con la gran mayoría de los cantautores. Los seguidores de Cohen encontrarán ciertas diferencias entre la forma en que estos poemas aparecen en
La llama y lo que han escuchado en sus discos. La tercera sección del libro presenta una selección de entradas a los borradores que Cohen llevó consigo desde su adolescencia hasta la conclusión de su trayectoria artística. Son más de tres mil páginas, que abarcan más de seis decenios. Aunque el autor participó en la elección de encabezamientos que habrían de figurar en
La llama, no llegó a establecer una sistematización definitiva. Así, resultó imposible proceder cronológicamente, ya que Cohen numeraba sus papeles a partir de un plan indescifrable y por si fuera poco, volvía a los mismos temas, distinguiendo apenas las secciones con tinta de diversos colores.
De modo que, a falta de un criterio claro, quienes se hicieron cargo de elaborar esta antología, se decidieron por adoptar la misma ordenación de Cohen, pese al carácter disperso, desparramado e inclusive caótico que encontraron en los manuscritos que conforman
La llama. Estos constituyen una vasta gama de estrofas y versos que el propio Cohen llegó a calificar de “retazos”: sus admiradores reconocerán algunos de ellos como proyectos de cantos o bocetos de hermosos himnos.
La llama, entonces, carece de una disposición narrativa y se nos muestra en la forma personal en que Cohen imaginó este tomo inclasificable. Hay, desde luego, mucho más en
La llama, de modo que es impracticable continuar hablando de lo que un destacado crítico norteamericano describió como una “muestra brillante y clásica de Leonard Cohen, conmovedora, valiente, iluminada con destellos de ira”.