¿Por qué nos dolió tan profundamente el incendio de la Catedral de Notre Dame en París? ¿Por la pérdida de su impasible armonía, por su auténtica antigüedad? ¿Por la amenaza a su aparente eternidad? Quedan todavía en nuestra era, repartidos por el mundo, un puñado de edificios monumentales relativamente intactos cuya fascinación radica no solo en su belleza y en la magnitud de la empresa de su construcción, tanto más increíbles por su longevidad, sino en representar un continuo ininterrumpido de vivencias humanas superpuestas a lo largo de siglos, épocas y culturas. Pienso, por ejemplo, en el Panteón de Roma, construido hace 1.900 años; en Santa Sofía, en Estambul, levantada hace 1.500 años; en el Templo de la Roca, en Jerusalén, en pie desde hace 1.000 años y, cómo no, en la bella Catedral de París, erguida y orgullosa en el corazón de la ciudad durante 800 años. Este puñado de edificios, tan llenos de vida hoy como en su primer día, sumados a algunas magníficas ruinas que también quedan dispersas por el mundo, son los escasos portales mágicos de nuestra conciencia de especie que nos permiten comprender y comparar nuestro lugar en la historia, lo mucho y poco que hemos cambiado en milenios, el efecto que hemos tenido –o no– en nuestro propio destino. Esto explica, en parte, la importancia de preservar el patrimonio construido, sobre todo en países impacientes como el nuestro. Y es que la arquitectura, más que todas las artes conjuntas, tiene por propósito darle lugar a la vida, al pensamiento, a las emociones y a las artes mismas, y por lo tanto representa cada momento de la historia del ser humano al tiempo que representa, por su esencia material intrínsecamente eterna, la esperanza, profundamente humana también, de la inmortalidad.
No habrá en la historia de la arquitectura, para estas disquisiciones, un momento más exultante que la aparición de las catedrales góticas. Mientras el cristianismo se expandía por Europa, el estilo surgió con fines eclesiásticos en una búsqueda de instrucción y elevación espiritual a través del éxtasis de los sentidos, particularmente gracias a un elemento divino, hasta entonces imposible en las grandes construcciones: la luz. El gótico es la arquitectura de la luz, y como tal surgió en Francia, y Notre Dame es nada menos que la precursora de muchas catedrales europeas que representaron, por su increíble tamaño y diseño, la magnificencia tanto de la Iglesia como de los hombres que las levantaron. Notre Dame representa, pues, el espíritu humano plasmado en piedra, gracias al desborde de imaginación, inteligencia, habilidad, y la voluntad formidable que han hecho del ser humano en su paso por la Tierra, un animal trascendente. La catedral representa a la humanidad. Y por eso nos dolió su incendio.