Hoy celebramos la alegre noticia de la Resurrección del Señor. La muerte ha sido vencida por Cristo resucitado y en Él se nos abren las puertas del paraíso. Esta es la noticia más relevante que ha recibido la humanidad en toda su historia y que ha sido testimoniada a “fuego” por María Magdalena, Pedro, Juan y tantos otros.
La resurrección es una promesa cumplida, pero también es la resultante de una vida que ha buscado a Dios y su justicia. Como nos narra el Evangelio, los tres personajes han ido a la “búsqueda” de Cristo. Particularmente Pedro y Juan “corrían juntos” al sepulcro. Esto nos da una pista importante: la fe en Cristo resucitado no nace de forma espontánea solo porque lo hemos escuchado desde niños a catequistas y predicadores. Para abrirnos a la fe en la resurrección de Jesús, hemos de hacer nuestra propia búsqueda, debemos ir al encuentro del Señor.
La Pascua es una interpelación para vivir “el camino” hacia nuestra resurrección, dejándonos transformar por los criterios del Evangelio. Por ello, “ver y creer” en la resurrección implica “movernos”, dinamizarnos en el camino de la fe para desentrañar donde está el Señor y encarnarlo en nuestra propia vida. Lejos de toda instalación, la vida cristiana es un movimiento permanente de conversión que solo descansará en el cielo. Ya lo decía el insigne San Agustín: “Mi corazón está inquieto y no descansará hasta que no descanse en Ti”.
Y también la Pascua es “comunicación”. En efecto, después que los discípulos vieron y creyeron se convirtieron en testigos. Sin comprender del todo lo que significaba la resurrección, proclamaban esta buena nueva por doquier con la certeza que era la mejor noticia para todos sus contemporáneos. Y ese anuncio no solo fue con palabras, sino también con un modo de vida que interpelaba a sus contemporáneos. Esta dimensión de la Pascua es clave. Cristo ha resucitado para todos y por tanto tenemos el deber bautismal de anunciarlo, de testimoniarlo por doquier.
Con esta certeza en la resurrección los animo a anunciar a los pobres, a los enfermos, a los menesterosos, a quienes no tienen esperanza, a los que están en las periferias que Cristo resucitó.
También los invito a testimoniar a los que no creen, a los que se han alejado, a los que han sufrido por la crisis de la Iglesia, a los que están desilusionados, que Cristo nos trae una renovada esperanza. Seamos testigos de la Buena Nueva, sin complejos y con valentía, convencidos que dar testimonio es el mejor regalo que podemos hacer a nuestros hermanos.
No puedo concluir sin animarlos a engendrar alegría. Como sabemos, las mujeres y tantos otros que vieron al resucitado, llenos de alegría, daban testimonio de lo que había ocurrido. En un tiempo no fácil para alegrarnos, tenemos el desafío de mostrar al mundo que Cristo es la causa de la verdadera alegría. Los animo a que, unidos a Cristo, engendremos alegría donde estemos: en nuestras familias, trabajos, en nuestros grupos de amigos y en todos los espacios donde nos toca estar. En el metro cuadrado de la vida diaria mostremos que Cristo es luz, es alegría, es fuerza transformadora y es la verdadera esperanza que salva.
Les deseo de corazón una feliz Pascua. ¡Cristo resucitó! Aleluya, aleluya.
“Entonces entró también el otro discípulo, que había venido primero al sepulcro; y vio, y creyó. Porque aún no habían entendido la Escritura, que era necesario que él resucitase de los muertos”.
(Jn. 20, 8-9)