Así cantaban esos huasitos engominados, de punta en blanco, que acompañaban al solista haciendo “uuu”, bien fruncidos. Era una endecha, naturalmente, y “muy sentida”, según el usual comentario.
Esto de los viajes inopinados, de destino incierto y regreso seguramente negativo, es cosa cotidiana y no muy romántica. Los que desaparecen (generalmente, arrancan) son legión. Y parten con los pretextos más variados en sus “
tours” tan sorprendentes como, finalmente, comprensibles.
Conocemos el caso de un respetable caballero que, veraneando en Las Cruces con el familión que encabezaba, dijo a su sobrinito “voy a comprar cigarrillos y vuelvo”. Al cuarto día de búsquedas, los pacos de Cartagena, que habían recorrido cada playa y se habían descolgado por cada acantilado por si aparecía flotando, cayeron en la cuenta de lo obvio, y allanaron varias casas alegres, en una de las cuales dormía una homérica mona el “desaparecido”. Las lágrimas de desesperación se transformaron en lágrimas de ira y, al cabo, de resignación: hubo varias otras escapadas de aquel paterfamilias, para “hacer un pipicito”, para “tomar aire fresco”, para “fumarse un pucho”…
Análogas eran, hacia mediados del siglo XIX, las desapariciones de los colonos alemanes, allá por el futuro Puerto Varas y su entorno. La selva valdiviana era tan espesa y oscura que alemán que se internaba en ella, alemán que no volvía más. Por eso es que aquellas astutas y precavidas matronas alemanas discurrieron, para ponerse a salvo de fraudes cónyugo-turísticos, que de ahí en adelante los viajes iban a hacerse solo por vía lacustre, y construyeron abundantes balandras que practicaban el cabotaje entre Frutillar, Puerto Varas, Ensenada y otros “destinos” de maridos mangoneados y hartos de ética prusiana. Los más aventurados y confiados en su buena estrella enfilaban hacia el seno del Reloncaví y, desde allí, aburridos de carne blanca y sosa, se largaban al mar chilote y más al sur, en busca de amores morenos y despercudidos.
Otras veces, los viandantes no desaparecen, sino que se quedan pegados más de la cuenta en ciertos recodos, ignorando aquello de que “las visitas y el pescado, después de tres días, apestan”. Véase el caso de Eneas que, habiendo salido de Troya más que rápido y en viaje que habría de terminar en Italia, recaló en el norte de África, donde la Dido, algo hostigosilla, lo enamoró, lo engatusó, le quitó velocidad. Al cabo, claro, el héroe llegó al Lacio y echó las bases de Roma, nada menos. Faltaba más.
El paterfamilias aquel, en su viaje de cuatro días, habrá comido pescado frito de San Antonio. Los alemanes “perdidos” llevarían pan y salchicha. Y Eneas, higos y aceitunas. Coma lo siguiente Usía, en su próxima fuga.
AnchoïadeTome igual cantidad de sardinas y de anchoas y dos dientes de ajo. Ponga todo en un mortero y hágalo una pomada. Alíñela con aceite de oliva y vinagre. Esparza generosamente en marraqueta fresca. Huya.