La frase la recupera el geógrafo Peter Hall desde las crónicas del Londres victoriano, usada para describir los tugurios miserables en donde se apiñaba la clase obrera, como despojos de la Revolución Industrial. Una ciudad recóndita para la clase acomodada, en donde el paisaje era una noche eterna, con callejones sin luz y habitáculos pestilentes. El surgimiento de la metrópolis moderna, además de reproducir la pobreza y el hacinamiento, incorporó en las ciudades un nuevo concepto: el de la otredad. Por su tamaño, por su nueva dimensión multitudinaria, la gran ciudad permitió a las personas perderse románticamente en el anonimato; pero, también, comenzar a figurar un otro mundo que, a pesar de estar a escasas cuadras, no se conocería jamás.
El lugar de los unos y el de los otros, los inicios de la segregación socioespacial. La burguesía podía vivir una vida entera sin mezclarse con el bajo pueblo, enterándose por la prensa de su existencia. La idea de regular la calidad de la vivienda y los abusos ambientales a los que estaba sometido el proletariado fue levantada a punta de descripciones en la prensa de las miserables condiciones de vida de la otra mitad. Macabras y sumamente indigestas en la hora del té.
La idea de una sociedad polar, sin matices, que vive indiferente e ignorante la una de la otra, nos calza muy bien con la rancia imagen de la burguesía del XIX: superficial, ostentosa y ridículamente remilgada. Pero al volver a hablar hoy de integración social en las ciudades, vemos que esa otredad victoriana ha cambiado solo en matices. Los antiguos callejones con acequias desbordadas han mutado en noches iluminadas por las bengalas y ráfagas de los narcotraficantes que se han apoderado de los barrios. Nuevos hacinamientos, nuevas formas de explotación humanas, carpas y vendedores en las calles con historias infinitas. Formamos parte de una sociedad que se sigue enterando en la prensa de las penurias de la otra. Creemos que compartimos una ciudad común, pero nos movemos dentro de fronteras tácitas, siempre dispuestos a defender la hermeticidad de nuestro territorio de confort. Y como la sociedad decimonónica, seguiremos ignorantes de la ciudad “otra”, hasta que encarnemos en lo propio algo de sus oscuridades. Para eso es que los victorianos de hoy necesitamos de una educativa integración social.