Se lo ve relajado. Manos en los bolsillos, sombrero negro bien calado y chalina bajo su vestón, recibiendo los otoñales rayos de sol frente a la puerta de la Cinemateca suiza -donde acaban de homenajearlo-, Jean-Luc Godard luce como un sujeto pleno. ¡Y sonríe! El eterno malhumorado, crispado, crítico y autocrítico; hombre de denuncias, diatribas y manifiestos; cineasta en perenne guardia, pie de guerra y al ataque, parece haberse tomado unas breves vacaciones de su colérico mito y esboza una serena sonrisa para la cámara.
Ocurrió el jueves recién pasado: Godard, quien jamás acude a festival, evento o celebración alguna (y menos ahora, a sus 88 años), salió por la puerta de su casa en el pueblo suizo de Rolle y recorrió los 30 kilómetros que lo separaban de Lausanne, para arribar a la sede de la Cinemateca, donde actualmente se celebra el 75º congreso de la Federación Internacional de Archivos Fílmicos (FIAF). Nadie esperaba que fuese en persona a recibir un premio a la carrera -el año pasado, en pleno Festival de Cannes, hizo su conferencia de prensa por FaceTime-, pero subió al escenario, se dejó entrevistar (más bien, monologó) y pareció hasta disfrutar las atónitas miradas de los asistentes, ya que para todos los efectos cinéfilos, cualquier avistamiento de JLG equivale a ver al Yeti. Bien lo supo su fallecida amiga Agnès Varda, quien incluso llora en la escena más amarga de su documental "Rostros y lugares" (2017), cuando llega hasta la casa de Jean-Luc y toca el timbre, pero él no está o no le abre. La señal no puede ser más clara. Varda había decidido, heroicamente, que sus últimos años serían puertas afuera, siempre activa, en diálogo y en viaje. El enclaustrado Godard, en cambio, declara su presencia por omisión, invirtiendo las energías que le quedan en el acto de "no estar"; como si él mismo ya hubiese decidido que pertenece más a la historia del cine que al mundo de los vivos.
Es lo que se percibe en muchas secuencias de "Le livre d'image" (2018), película con la que ganó una Palma de Oro especial en Cannes, que acaba de ser exhibida en el reciente Festival de Cine Francés y posee alguna chance de reaparecer pronto en nuestra cartelera: se trata de un animado
collage de imágenes, presidido por una voz -la suya- que por instantes suena como un gruñido, y en otros como un quejido o incluso un murmullo; el aliento de alguien a quien le fallan las fuerzas (poco antes del rodaje sufrió un ataque al corazón), pero cuyas ideas en torno a la radical transformación de la mirada en la era digital se vuelven lo bastante urgentes y torrenciales como para hacerle perder el equilibrio y tropezar, para luego levantarse y comenzar a girar en banda otra vez.
Quien lo haya acompañado en su inmenso recorrido artístico, sabe que ello no es novedad: en la historia de la imagen, Godard es el rarísimo caso de un creador capaz de abrazar con pasión sus contradicciones, sus callejones sin salida, los momentos en que no ha estado "a la altura"; alguien que necesita de incertezas y pasos en falso para alumbrar un camino diseñado a su manera, sabiendo que tarde o temprano igual arribará a puerto.
Tal vez por eso me alegra tanto verle así, en la foto: con rostro de "recién llegado"; en actitud de calma tras mil y una peripecias, tras mil y una imágenes. Lo más probable es que ese estado no le dure mucho y el tren vuelva a salir de la estación: en una entrevista que hoy transmitirá el canal suizo RTS (que ya publicó algunos extractos en su web), el repuesto director -cigarro en mano- asegura que le gustaría filmar una película sobre "esta Francia actual, de chaquetas amarillas y en estado de pánico". Manos a la obra, Jean-Luc.