El nuevo Tratado Transpacífico (TPP+11) posee un acusado rasgo económico; es su columna vertebral. Sin embargo, no lo es todo. También, de manera tácita se trata de un acuerdo político en su más amplio sentido: crear un área de entendimiento en una época en que las grandes potencias retornan al juego de suma cero anterior a 1914, de rivalidad entre ellas, no basada en otra cosa que en la pugna por la supremacía. El TPP+11 crearía un ámbito más propicio a la paz, a reglas del juego comunes que van más allá de lo económico. Sobre todo, llega al corazón de nuestra existencia práctica. La interdependencia no es algo nuevo de la llamada época “neoliberal”. Desde nuestro remoto origen estuvimos por angas o por mangas vinculados a un sistema de intercambio global. Los tratados de libre comercio han tenido la finalidad de poner un marco legal de acción en áreas cada día más grandes y sobre ello hacer más previsible el comercio internacional y las corrientes de servicios. A Chile no le ha ido nada de mal al respecto, en lo que se refiere a sus (positivas) consecuencias.
Cierto que en este sentido estamos en un momento de incertidumbre parecido a la estampida proteccionista que se produjo con la Gran Depresión de 1929. Supongo que no pasará de la misma manera, en parte porque hay mayor conciencia de lo abismal que es ese camino, aunque uno está curado de espanto con las sorpresas de estos últimos años. Acuerdos como los del TPP+11 precisamente quieren organizar —cimentándolo— un espacio no solo económico, sino que de países que mantengan la meta de que puede vivificar a la economía mundial; entre ellos está Japón, que sigue siendo la tercera economía del mundo. Ahora la aprobación parece incierta y se le han dado zarpazos al proyecto, pocas razones por su sustancia, sino que en lo que parece han sido decisivas las motivaciones de política interna, pequeña política.
Como muchos asuntos, no en todo lo de la política exterior debe ser de Estado, es decir, sin debate público, con unidad nacional en lo básico. Esta se adopta solo cuando la integridad o la seguridad del país es puesta en tela de juicio o se está ante un grave peligro. Las dos guerras mundiales produjeron vivos debates acerca de lo que debía ser la política de La Moneda; para qué decir la Guerra Fría, el sistema político naufragó en ese dilema. Puede haber diversidad de pareceres más o menos apasionada, pero a la vez hay que reclamar alguna consecuencia y razonar sobre el interés nacional.
La Alianza del Pacífico provocó críticas de la oposición a Piñera I, pero después fue asumida por la administración Bachelet II. La Cancillería chilena no solo apoyó con brío a la Alianza, sino que a un proyecto que muchos miembros de la Nueva Mayoría miraban con recelo, el TPP propuesto por Obama. El fragoso abandono de este por Trump les facilitó aceptarlo y fue también desarrollado con ahínco por Chile, a pesar de que al comienzo aparecía irrealizable sin Washington; de hecho, el canciller Heraldo Muñoz adquirió liderazgo en esta propuesta. Ahora, en cambio, como parte de la ofensiva de “negar la sal y el agua” a los proyectos legislativos del Gobierno, se amenaza al TPP+11, y no porque La Moneda se haya apartado o no de la “política de Estado”.
Por suerte aparecieron voces autorizadas de la oposición que llamaron a la cordura. Ojalá sean escuchadas. Con lo caprichoso de las fortunas electorales y de las encuestas de aprobación, un TPP+11 rechazado le penaría a un futuro gobierno suyo; recuperar terreno no será nada de fácil para el país. Y el Pacífico ya no es el futuro. Es el presente de las relaciones internacionales y de la existencia de Chile en un mundo que se crea y recrea.