Esta temporada las fantasías futuristas han invadido nuestra escena. Al mismo tiempo que “2118” de La Patogallina, se ofrece “Después del fin”, segundo texto del actor Juan Pablo Miranda (tras su promisorio debut en la escritura teatral con “Duelo”, en 2013) que imagina a Chile dentro de medio siglo convertido en una antiutopía, un ‘no lugar' en que nadie desearía vivir. La acción ocurre en el mismo espacio donde se representa, un salón del GAM —ex-Unctad, ex Edificio Diego Portales— para entonces convertido en vetusta sede de un movimiento revolucionario antifascista que promueve un individualismo a ultranza, ya no cree en líderes ni en la noción de pueblo, y está a punto de asumir el poder.
En principio, Cristián Flores —“Yo maté a Pinochet”, “El país sin duelo”— parece resolver con cierto aplomo la puesta en escena de esta desesperanzada ficción que intenta trazar en apenas 55 minutos, y a través de tan solo dos personajes, una estructura social posible en un futuro mediato (lo que plantea por fuerza la pregunta acerca de cómo se llegó a esa situación). El resultado se apoya sobre todo en las actuaciones del propio dramaturgo, buen actor que defiende mejor que nadie el rol protagónico, y la actriz argentina Juana Viale, animando con loable convicción a la aliada, colaboradora inseparable y quizás algo más de este (en su segundo cometido aquí luego de la atractiva “La sangre de los árboles”, de 2015).
Así como hay montajes que tienen un desenlace falso, “Después del fin” abre con un comienzo bastante postizo y muy intrigante: cinco minutos en que primero vemos a Arturo tratando de orientarse en la penumbra con la débil llama de un encendedor, seguido por un extenso tramo de oscuridad total en que solo escuchamos un abigarrado collage sonoro en el que se distinguen las voces de varios presidentes chilenos (Allende, Pinochet, Piñera) y del Papa Juan Pablo II, y a Elvis Presley cantando “Love Me Tender”.
Los actores ayudan en seguida a que prenda el interés en la exposición, aunque con ánimo cada vez más extrañado. Porque el texto se demora en establecer las relaciones entre los dos personajes, y de estos con su entorno sociopolítico. En realidad, lanza al tapete tantos datos imprecisos o francamente contradictorios que la distopía se define de modo harto primario. Como si fuera un texto hecho a fragmentos que no se acabaron de hilvanar bien porque nunca hubo en su base un concepto y un eje. Sin un relato hecho y derecho, ellos debaten sobre el poder y la representatividad, la libertad y el individualismo, añoran el pasado (madres, abuelos, hay un largo pasaje en que se recuerda el olvidado juego infantil de las escondidas), hablan de la rabia, del peligro de ser traidor, un perro.
Hacia el final se dice que Arturo quizás abdicará y se sugiere un paralelo con el suicidio de Allende (lo que en otro instante se pone en duda). La dirección además insinúa que Beatriz ni siquiera existe, es solo una presencia o reflejo del subconsciente de Arturo. El remate deja al espectador la impresión de que a fin de cuentas entendió poco, y que la imagen más potente fue la inicial, con Arturo (Miranda) buscando un camino en medio de las sombras.
GAM. Miércoles a sábado, a las 21:00 horas, hasta el 20 de abril.