Inmensa fue la producción de pinturas al agua del romántico británico J.M.W. Turner (1775-1851). Proveniente del Museo Tate, una selección de 85 de ellas se está presentando en una de las dos salas principales del Centro Cultural La Moneda. Allí, a la bienvenida depuración del montaje se suma un catálogo que se hace admirar: frente a su volumen sorprende la ligereza de su peso físico, atributo este tan adecuado para un catálogo sobre acuarelas. En cuanto a la exhibición misma, podemos apreciar, paso a paso, la evolución creadora del artista. Si bien sus trabajos tempranos pertenecen mayoritariamente a la tradición de finales del siglo XVIII, ya el ánimo romántico y la voluntad de búsqueda los empapa. Cinco años después se afianzan los cambios exploratorios. Así, luego de un paisaje con árbol (1791) de clara influencia rococó —acaso, hasta con algo de tapicería dieciochesca—, luego de una desvaída ilustración —El Panteón después del incendio (1792)—, luego de una lámina costumbrista con sabor holandés y de un molino a lo Rembrandt, contemplamos el dramático Claro de luna sobre el mar. Ahí un muy personal romanticismo hace de la luz el gran personaje, que hasta llega a sugerirnos ámbitos no figurativos, anunciadores de la abstracción informalista del siglo XX. Todavía dieciochescos, el paisaje de Richmond y Vista de la Abadía de Fonthill recobran en parte lo reconocible. A la vez, anuncian ambos la pronta magnificación de una naturaleza capaz de anular las figuras humanas y sus edificios. La contemporánea Catedral de Durham mira, en cambio, hacia atrás, dibujando con maestría los juegos habituales de claroscuro en relación las complejidades arquitectónicas.
Los inicios del siglo XIX dejan ver ya, por entero, esas topografías terrestres y esos cielos que alcanzan a convertir construcciones y hombres en simples concurrencias marginales. Por ejemplo, tenemos obras como la que porta una multitud de bailarines, como la del Ejército bardo destruido, como Syon House, como El vado. Al mismo tiempo, estos dos últimos trabajos recogen, al igual que otros —las dos vistas del Támesis, Puente y cabras—, la influencia de Claude Lorraine y sus curvilíneas vegetaciones. Por su parte, hacia la década del 1810, ciertas pinturas ostentan cualidades particulares: Navío sobre el río Tamar y la sutileza del rayo de luz que atraviesa un costado de su mitad inferior; El Faro de Eddystone, donde debe adivinarse la presencia del edificio en medio de la bruma de nubes y océano que se confunden; el típico castillo inglés en cubo cerrado que, en el de Hylton, Turner reduce a una blancura fantasmal. Fecha harto posterior, esto mismo ocurre en el Castillo de Bamburgh. Asimismo, en los años 10 cabe apreciar la inesperada carga abstracta que invade el estudio para East Indiaman.
La década siguiente, quizá a causa de viajes dentro y fuera de su país, el autor tiende a dejarse llevar por ese gusto propio del romanticismo: los asuntos descriptivos más o menos exóticos, los monumentos y las escenas costumbristas. Anotemos algunos testimonios suyos al respecto. Desde luego, la bonita vista de Scarborough, con su sucesión de veleros y gente trabajando en la playa; Folkestone, con la cálida coloración de los remeros en contraste con el nublado oscuro, al cual combate la iluminación en expansión. Especial interés biográfico posee ese documento histórico de fina coloración entre los habituales tonos terrosos, El artista y sus admiradores. En él, Turner osa retratarse, aunque nada más que de espaldas. Entretanto, el atardecer en Petworth House muestra un tratamiento muy feliz de los rayos solares del crepúsculo, mientras los bandidos italianos de otra lámina obligan a recordar a nuestro germano Rugendas.
A partir la década del 1830 y hasta 1845 empiezan a emerger las maravillosas acuarelas de plena madurez. Eso sí, sin abandonar la vena descriptiva de lugares geográficos y gentíos bien reconocibles, a través de un espléndido dibujo detallista; parece que en ellos su cambiante clientela tuvo la última palabra. Respecto de los trabajos de máxima libertad temática, apreciamos cómo el pigmento sobre papel se transforma más frecuentemente en manchas que se disuelven a partir de los contornos borrosos acostumbrados, en transparencias de color, en rítmico dinamismo gestual, en composiciones abiertas que prescinden del contorno, todo lo cual va bastante más allá de los modelos figurativos. Los propios estados de ánimo constituyen, pues, el argumento, abstrayendo la realidad material. No se crea, sin embargo, que Turner fuera un precursor del plein air de los realistas, pintando al aire libre, en directo contacto con los modelos escogidos. El laboraba dentro del bajo techo, solo confiando en su formidable memoria visual; ella le permitía conservar la espontaneidad sensorial de su soñar ante la naturaleza creada.
Anotemos algunos hitos de ese período final: Paso de montaña —especie de caverna de coloreadas masas gaseosas y viajeros reducidos a motas verticales—, Land´s End, Un naufragio —puramente manchado—, Terreno costero, Mar y cielo —trazos horizontales que se confunden—, Lluvia cayendo sobre el mar y sus nubes que se deshacen como las alas plumosas de un onírico pájaro.
Turner. Acuarelas
Magnífico conjunto procedente de la Tate Collection
Lugar: Centro Cultural La Moneda
Fecha: hasta el 28 de julio