Desde hace muchas décadas, en avenida Portugal entre Diagonal Paraguay y Marín, por la vereda oriente, más o menos frente a la Posta Central, se acomodan mendigos e indigentes, lo que ahora ha venido en llamarse con esa extraña expresión de “personas en situación de calle”. No nos gustan, está claro. Los alcaldes, preocupados de la higiene y policía, los perciben como un problema para los vecinos y signos de insalubridad y descuido; los gobiernos, como un índice irrefutable del incremento de la pobreza extrema, y a los peatones “en situación de casa” nos enrostran nuestra indiferencia e impasibilidad. Cuando paso a su lado me abruma una mezcla de pena, culpa y temor. Al verlos se me viene de inmediato a la cabeza la parábola del buen samaritano y me recrimino, por un rato corto, cómo puedo continuar en mis afanes sin hacer de inmediato algo por ellos. Leo ahora en el diario que un alcalde se propone aplicarles una multa de 240 mil pesos porque son una suerte de “ocupas” de espacios públicos: el absurdo, pensé, sin averiguar más del tema, porque en seguida se me vino un recuerdo.
El invierno pasado regresaba en taxi a mi casa tibia, al atardecer, y en la esquina de Portugal con Diagonal Paraguay nos detuvo un largo semáforo. No pude, entonces, esquivar la presencia de esos indigentes instalados a mi costado. Una imagen imborrable me impactó: afuera de sus precarias casuchas, dos hombres se daban un abrazo. Estaban de pie absolutamente quietos, como si fueran una estatua. El semáforo fue largo, sonaban la bocinas, volvió a dar rojo, y los mendigos continuaban entrelazados en suspendida quietud. Era un abrazo de consuelo y compasión, muy profundo y silencioso. No se apretaban, no se palmoteaban, no gimoteaban. Me fue imposible discernir quién consolaba a quién, como si el dolor que alguna vez había padecido uno de ellos, en ese momento, ya era de ambos por igual. En esos minutos sin tiempo pasaron en fila, veloces, por mi cabeza, mis propios abrazos —tan débiles, fingidos, torpes, apresurados— y cientos de otros abrazos vistos, apariencia tan solo de abrazo comparados con el que seguía aconteciendo, imperturbable, a mi lado, en medio del ruido, la premura y agitación. Todos desatados intentando frenéticamente regresar a casa y ellos enlazados sin apuro ni compulsión, en “situación de calle”.
Mientras el taxi avanzaba penosamente, no pude dejar, al doblar la esquina, de volverme a mirar hacia atrás y, al verlos todavía reposando inmóviles uno en el otro, sin el menor atisbo de terminar su abrazo, que ahora me parecía haber empezado mucho antes que yo llegara hasta ellos, me vino a la mente la palabra “Epifanía”.