Hay forajidos, muchos cadáveres por secuencia, revólveres humeantes, pueblos de tierra y cantinas, jinetes cruzando grandes praderas, pero en los intersijos de “Los Hermanos Sisters” (“The Sisters Brothers”) se cuelan detalles cotidianos, reflexiones y lugares que no suelen aparecer en aquellas películas de cowboys que se llegaron a hacer industrialmente.
El francés Jacques Audiard (“Un Profeta”) dirigió y coadaptó la novela de Patrick DeWitt para una película en cuya producción participaron los hermanos Dardenne, con la música de Alexander Desplat. Todo un team de lo mejor del cine europeo, que suma un elenco de protagónicos apabullante: John C. Reilly, Joaquin Phoenix, Jake Gyllenhaal, Riz Ahmed (“The Night of”), dando lo mejor de sí mismos, que ya es bastante.
Todos ellos sumergidos en un neowestern donde de pronto vemos el mar y las calles de un San Francisco que ya luce refinamiento y lujos en calles y habitantes.
Audiard marca su sello en las mismísimas escenas de apertura. Desde un plano general, una balacera nocturna en un paraje desolado solo irrumpen los fogonazos de los disparos y se escuchan algunos gritos. Con la cámara más cerca vemos a dos hombres atacando un rancho, rematando al que aún se mueva y una impresionante imagen de un caballo con alas de fuego huyendo de un establo en llamas.
Es 1851 en Oregon y los hermanos Eli (John C. Reilly) y Charlie (Phoenix) Sisters terminan una de las misiones de “el Comodoro”, el sujeto para el que trabajan como pistoleros a sueldo. Y lo que sigue es California, en plena época de la fiebre del oro. Su objetivo ahora es un químico (Ahmed) que ha descubierto un líquido corrosivo gracias al que se logra encontrar oro instantáneamente en los lechos de ríos.
Mientras los Sisters recorren desiertos y praderas, en Jacksonville se encuentra su opuesto: el refinado y culto John Morris (Gyllenhaal). Con sus modales de caballero consigue la confianza de Hermann, el químico en cuestión. Morris es un cazarrecompensas, también ligado al Comodoro.
Tras varias peripecias, el cuarteto termina unido —sin pretenderlo— y allí culmina por cuajar aquello que domina la historia. Hay fraternidad —no solo en la indisoluble y hasta enternecedora unidad entre los rudos hermanos—, sino en la camaradería que surge entre cuatro sujetos diferentes y con muy distintas motivaciones. La amistad masculina como pocas veces se expone. Hombres hablando de sus padres, de algún hogar que quizás aún exista.
Entre tantas matanzas, hay alguien que sueña y predica sobre la “sociedad ideal”: Hermann va tras el oro, pero como medio para un fin, dice; fundar una nueva sociedad, sin codicia.
El arrojo de Eli y Charlie, sin más cálculo que su habilidad de expertos en tiro rápido, es lo mismo que los interna en la más curiosa aventura.
Una sucesión de peripecias —no exenta de balaceras y alcohol— ya nos han ido develando los seres humanos que hay tras los personajes.
La película —con toda su carga de violencia— está jalonada por un humor tenue, desde el apellido de los protagonistas hasta el “descubrimiento” de la escobilla de dientes por parte de Eli. Un humor que aparece, de manera muy normal, en situaciones tan corrientes como el clásico acampar donde los pille la noche. Todo ello dentro de un drama que tiene momentos devastadores.
Varios puntos de giros sorprenden simplemente porque nunca habíamos visto esas derivadas en las gruesas líneas argumentales del género. Como la esperanza de la redención, materializada aquí de una manera muy poco épica. Y el giro del destino inesperado, pero nada inverosímil ni imposible.
(En tienda Fílmico, Paseo Las Palmas).