Además de ser la más reciente novela de la serie del investigador privado Heredia,
La cola del diablo confirma que Ramón Díaz Eterovic (Punta Arenas, 1956) ha conducido su producción narrativa a una posición de excelencia literaria situada mucho más allá de los límites del género policial. Ya por esto es un autor que merece ser considerado entre los más sobresalientes escritores de nuestro actual panorama literario. Las peripecias de Heredia se desarrollan en medios físicos, humanos y sociales que el lector siente como propios aunque no los conozca. Sin importar que se trate de Santiago, de Punta Arenas o de algún balneario fuera de temporada, la lectura de sus pesquisas provoca que nos veamos a nosotros mismos insertos en tales espacios, como si nos pertenecieran. Comentando hace bastantes años una de sus primeras novelas -creo que se trataba de
Ángeles y solitarios-, escribí que uno de los méritos narrativos de su autor era crear en sus lectores la sensación de deambular junto a Heredia por las mismas calles y rincones (y bares también) que recorría el solitario, alcohólico y desencantado detective. No solo eso: Ramón Díaz Eterovic ha conseguido igualmente que Heredia escape de los libros que lo contienen. Quienes lo han acompañado durante treinta años saben que las novelas en las que se relatan sus investigaciones -escritas por su amigo el Escriba- son caminos para reencontrar periódicamente a un viejo conocido que ha ido envejeciendo a la par que nosotros. El solitario y escéptico investigador se nos ha hecho más cercano y familiar con el paso del tiempo, porque ha demostrado que sufre de nuestras mismas debilidades y de nuestros mismos achaques. Esta cálida sensación de familiaridad con un personaje y su mundo se produce una vez más al comenzar la lectura de
La cola del diablo. Basta el primer capítulo para reconocer el tono pausado del relato de Heredia, el interés de su voz para detenerse en pequeños detalles: "Reacomodé el bolso sobre mi hombro derecho y caminé hacia la entrada" y su afición por la lectura y las comparaciones y metáforas de alcurnia un tanto arrabalera: "La visión me evocó tristezas de la infancia que espanté de mi lado como a un moscardón inoportuno".
Desde su presentación en
La ciudad está triste (breve novela de 1987), Heredia ha resuelto crímenes que funcionan como síntomas de las alteraciones sociales que se conservan como herencia del régimen militar finalizado en 1990. Sin embargo, tal como sucede en el mundo de desconfianza y escepticismo de la novela negra contemporánea, Heredia es capaz de resolver crímenes puntuales, pero las causas que los provocan permanecen incólumes, fuera del alcance de la justicia. En
Nunca enamores a un forastero Heredia viajó a Punta Arenas respondiendo a una llamada de auxilio de su amigo Severino Caicheo. En ese viaje mantuvo una relación amorosa con Yazna Matic. En
La cola del diablo regresa después de veinte años convocado ahora por su antigua amante para investigar la misteriosa desaparición de la joven Marta Treviso. Pero la deformación social que ha conducido al crimen va en este caso más allá de contingencias nacionales políticas o económicas. Sospechamos desde temprano que detrás del enigma público existe la participación de miembros corruptos de la iglesia católica, cuyos pecados, según Heredia, "ya no se pueden ocultar con tanta facilidad". Heredia descubrirá a los agentes del crimen inmediato y a la fuerza oculta que los sostiene, pero en esta novela se enfrentará, además, a un descubrimiento personal que golpea con fuerza su vida privada.
La cola del diablo ofrece una nueva fase en la evolución de su personaje principal. Perseguido por los recuerdos, la nostalgia y la imagen dolorosa de la fallecida Doris Fabra, el escepticismo de Heredia se manifiesta inicialmente en un lenguaje sobrecargado de retórica melodramática que con seguridad deja boquiabiertos a sus interlocutores. Felizmente, parece que el Escriba se dio cuenta de este pequeño detalle y lo corrigió muy pronto.