A lo largo de sus vidas, los ciudadanos han debido enfrentar un sistema cuya arbitrariedad es generalizada, prácticamente universal, tan omnipotente que nos obliga a someternos a ella. En la mayoría de los casos, ni la sociedad ni la filosofía que la han creado proporcionan ayuda o comprensión a quienes las necesitan. Aquellos que se hallan en la feliz ignorancia del sistema de gobierno terminan siendo devorados por él. No hay que olvidar la ridícula doctrina, válida hasta el día de hoy, según la cual la guerra es la conclusión lógica de la actividad política y que esa máxima se ha originado en las mentes de teóricos muy bien pagados, al servicio del poder establecido. En verdad, durante un prolongado tiempo, las naciones grandes y poderosas han sido regidas por gente que, considerada desde el punto de vista de las leyes, son delincuentes de tomo y lomo. Y debido a su ansia por la riqueza, han hundido a los habitantes de su entorno en un abismo de egoísmo y una visión de la existencia basada en el materialismo y el acorralamiento de sus hermanos, o sea, de los demás seres humanos. No es necesario dar nombres de individuos que, si dirigen un Estado, han conducido a la mayoría de quienes están bajo ellos al desastre y, en su propio interés, han terminado tratándolos de manera parecida a la de un ejército que ocupa un país.
Las consideraciones anteriores, glosadas a raíz de una conversación entre un perseguido y su perseguidor, provienen de
El heredero, última novela de Jo Nesbo. Como de costumbre, pueden pecar de exageradas, aunque, como ocurre de manera habitual con Nesbo, la historia que narra se presta para este tipo de afirmaciones e incluso otras peores. Para los seguidores de quien podría ser considerado uno de los mejores narradores policiales de ahora, sería una lástima que haya abandonado el exitoso ciclo dedicado al comisario Harry Hole. Y que se haya embarcado en ficciones mucho más ambiciosas, si bien su técnica prosística y su estilo se han refinado de modo singular, pese a que se niegue a producir libros que no sean, en verdad, mamuts novelísticos de varios centenares de páginas.
La obra de Nesbo en general y
El heredero, en particular, han establecido un nuevo estándar para las historias de hechos sangrientos cometidos al interior de una comunidad y de ahí ramificarse al resto de un territorio nacional, generando un complejísimo entramado de relaciones interpersonales. El autor oriundo de Oslo ha logrado una elevada calidad literaria, un dramático impulso en sus tramas y un compromiso intelectual y personal que tal vez proporciona el elemento central a cada uno de sus relatos. La razón que explica el éxito de Nesbo reside en la forma mediante la cual combina cada uno de estos factores en una prosa lúcida, clara, elegante. En otras palabras, Nesbo y sus colegas escandinavos han retomado la gran tradición realista del siglo XIX y comienzos del XX en títulos irresistibles.
Nadie es una isla y los crímenes son el resultado de un contexto social determinado por los hombres y mujeres que lo conforman. Así, la crónica detectivesca podría ser una de las fórmulas definitivas si hablamos de argumentos que sondean el clima moral de las regiones prósperas del orbe. Entonces, esta rama novelística constituye una distintiva representación acerca de la época en que ha sido publicada. Está en la naturaleza de esta clase de textos el hecho de que se construyan, en gran medida, en detalles y no en parrafadas discursivas. De esta forma, para resolver los ilícitos, tanto el héroe como el lector deberán enfocarse simultáneamente en la vastedad o en el callejón sin salida.
El heredero comienza con la fuga de la cárcel de Sonny, un joven narcodependiente que semejaba un alma piadosa, siempre que tuviese a la mano una jeringa para inyectarse heroína. Antes de su escape, nos detenemos en el sistema penitenciario, en los diversos fantasmas que pululan al interior de las prisiones y en la corrupción de los gendarmes, dispuestos a vender a sus hijos si eso significa promociones. Sonny fue campeón de lucha libre, pasión que le legó su progenitor, un uniformado ejemplar que se suicidó al ser imputado de graves infracciones. Además, el prófugo obedece a Néstor, un capo de la mafia que lo obliga a culparse de cuanta atrocidad se perpetra en la capital noruega. Simón, comandante de homicidios, acompañado de la investigadora Kari, intenta resolver la muerte del capellán Per Vollan, acusado de abusos a menores, cuando se entera de que Sonny circula por las calles. Simón tiene motivos para buscar y encontrar a Sonny: el padre de este último fue su mejor amigo. Tenemos, desde la partida, dos pesquisas que se van complicando en una tercera, una cuarta, una quinta, en un laberinto de complejidad impenetrable. Desde los bajos fondos donde chicos y chicas necesitan estupefacientes para sobrevivir, hasta las altas esferas gubernamentales,
El heredero constituye una radiografía implacable de la institucionalidad en la patria de Nesbo. A medida que avanzamos en la escalada de acontecimientos violentos, descubriremos que todos son víctimas y cómplices de un estilo de vida que ellos mismos han propiciado, o sea, nadie se salva de la lucha por sus carreras, de la ambición inescrupulosa, de la puñalada trapera, de pisar al más débil con tal de sobresalir. Bueno, es la visión de Nesbo y por descontado, se trata de algo muy discutible, sin perjuicio de que, una vez más, nos entregue un trabajo notable.