No existe noción más manoseada que aquella de clase política; solo la de "los políticos" le gana en esta dudosa reputación. Suena a paradoja: la última vez que hubo una revaluación de estas nociones fue durante el período de Pinochet; los mismos ataques a los "señores políticos" tendieron a revitalizar la idea de la política y los políticos (clase política no era moneda corriente entonces) entre quienes llegaron a sentir nostalgia por la democracia perdida o que estaban encolerizados con el régimen.
En cambio, tres décadas con una combinación de prosperidad y regularidad institucional han arrinconado a la clase política como casta de zánganos o pícaros que se soporta pero no se respeta. Las elecciones de alcaldes y las presidenciales se salvan un tanto del oprobio, todo muy pasajero. La apreciación no va dirigida a ellos, los señores políticos, sino a otras instituciones, aunque a todos parece llegar con ritmo cada vez más amenazante el signo de la condena, a veces con ademán circense. Uno se cerciora de una antigua observación sobre la política participativa, aquella que depende del interés de los ciudadanos, de que el rigor de la escasez de bienes y placeres es necesario para despertar la energía vital requerida para participar en la vida pública, no por interés personal -eso sería efectuar un trámite-, sino por ese interés que puede que no se contradiga con el personal, privado, pero que va más allá. Todo lo que se formula en un sentido universal se manipulará por un tiempo; después escapa de la soberanía personal. Paradoja: no es la pobreza la que origina la indiferencia por la política, sino la prosperidad.
Comúnmente, uno se frustra por las movilizaciones estudiantiles por temas casi siempre pueriles, porque no hay relación entre estos y la intensidad de la paralización y tomas que socavan el espíritu mismo de la vida universitaria (todavía no entiendo el estatus ontológico del hecho que el año pasado provocó la toma por meses de la Facultad de Derecho más antigua del país), aunque estoy consciente de que pequeñas ondas, por acumulación, pueden provocar grandes cataclismos; en realidad son las incitaciones las que desencadenan las convulsiones cuyo origen es después mirado como incomprensible, si creemos con ingenuidad que los seres humanos actúan siempre de manera racional. Estamos ante una marea de exigencias -no solo de los estudiantes- que se suman en innumerables causas, y que jamás se agotarán. Al mismo tiempo llama la atención que se suponen todas de extrema urgencia, y casi con ritualidad se desvanecen los fines de semana, en vacaciones y en los veranos.
¿Estamos condenados a jugar un retorno incesante de la ruleta rusa? Puede tener un lado positivo. Porque los partidos políticos no provocan mucho entusiasmo y por descuido propio han abandonado la formación de la juventud en el interés público. De ahí que esas abigarradas series de pequeñas y grandes rebeldías, aun en sus absurdos, podrían ser una vía por la cual al menos a una parte de la juventud le conmueva el sabor y el sentido de lo público, y la experiencia de cómo vincular los fines y finalidades con lo posible, el gran arte de las organizaciones humanas al momento de pensar qué los sostiene, qué los vincula, cuánto dependen de ellas y qué pueden ellos aportar a su mejoramiento.
Se requiere, eso sí, de una apertura a la más sencilla de las verdades, que se debe ir más allá del rugido de las demandas, entre viscerales y afectadas, y relacionarlas con esa medida que une lo permanente y lo que cambia. Creer que todo comienza el día de hoy es la mayor de las inmovilidades que pueda haber.