El último samurái de Helen DeWitt expone tantos temas, deja abiertas tantas interrogantes, cuestiona la literatura vigente hasta tal punto, que pone en jaque el modo habitual de escribir ficciones. Y es un libro susceptible de tantas interpretaciones que resulta difícil reseñarlo en un espacio limitado como este. En principio, DeWitt nos lleva a un escenario infinito, que es el de las lenguas humanas, de todas las lenguas que se hablan en el mundo, lo que nos interna en una torre de Babel de la que no podemos salir, pero la autora tiene la llave, que solo entregará a aquellos que sepan internarse en el laberinto de su obra. ¿Cómo hacerlo? DeWitt plantea un nivel de exigencia inédito: de partida, un tercio del libro está compuesto en idiomas muertos o poco corrientes, tales como el árabe clásico, el hebreo, el bengalí, el inuit, el finés, el griego, el latín y, desde luego, el japonés, ya que la columna vertebral de la narración es "Los siete samurái", la obra maestra del cineasta Akira Kurosawa, que los protagonistas están viendo durante todo el relato. Y lo que hacen es transcribir los diálogos en ideogramas y ocasionales traducciones al inglés. De modo que
El último samurái dista de ser un texto accesible, propone demandas que pueden ser infranqueables y es natural sentirse abrumado y dejar la lectura en las páginas iniciales. Sin embargo, quien así lo hiciera cometería un error, pues
El último samurái constituye una empresa intelectual, literaria y artística sin precedentes en la narrativa de los últimos años.
Los personajes centrales son Sybilla y su hijo Ludo. De ella sabemos apenas lo que DeWitt nos informa en un breve prólogo: sus ancestros son judíos, protestantes o librepensadores, y se trata, sin excepción, de gente harto talentosa. Muy joven, abandona Estados Unidos y se instala en Londres, donde trabaja para editoriales que le encomiendan traspasar a un computador volúmenes de contenido cien por ciento desechable. Ludo hace su aparición a los 3 años y a esa edad domina innumerables lenguajes, lee
La Odisea o
Las mil y una noches en el original, se ha internado en el cálculo avanzado, en la mecánica cuántica, en la física molecular y en una vastedad de tantos conocimientos inabarcables que, desde luego, estamos ante un genio, uno de la envergadura de Mozart, Leonardo o Newton. ¿Qué hacer con una persona así? Por descontado, ninguna escuela lo puede aguantar y en un momento dado su profesora le dice a Sybilla que un chico que solo habla de paleontología, de la cultura hitita, de la civilización de Benín, de composiciones armónicas que nadie en su curso conoce -las de Schönberg, Boulez, Alkan u otras muy oscuras-, solo producirá consternación en su clase. De modo que Sybilla decide educarlo en la casa. Si Ludo es un genio, la madre no le va en zaga, pues las tareas que le impone dicen relación con asuntos mucho más complejos y arcanos que los que el niño ha abarcado hasta el momento. Entonces lo vemos sumergido en diccionarios antiguos, en gestas medievales, en leyendas islandesas y en un cuantoay relacionado con la filosofía, la ciencia, la religión y todo lo que a la fértil e ilimitada imaginación de Sybilla se le ocurra. Para distraerse, acude a
El conde de Montecristo,
Colmillo Blanco o la autobiografía de John Stuart Mill.
Por más que Ludo le pregunte una y otra vez a Sybilla quién es su padre, ella se negará a responderle. Entonces el muchacho, que ya es cuasi adolescente, decide ir en busca de él. Y aquí comienza la parte más fascinante y amena de
El último samurái. Podría ser un brillante pianista de Tokio que se internó en el Chad para escuchar el golpeteo de los tambores e incluyó esos instrumentos en sus conciertos, por lo que, en medio de las sonatas de Beethoven, se desgañitaba haciendo retumbar los palos, de manera que la función duraba hasta el alba. O podría ser un arqueólogo de Oxford, que partió hacia el Asia Central solo y a pie, en busca de una sociedad donde nunca nadie ha hablado una palabra y es imposible saber cómo se comunican. O quizás un pintor que quiso encontrar el blanco puro en el Ártico, donde fue atacado por un oso polar confundido en la nieve y lo rescató un cazador; poco después, halló el negro total, y para obtener el rojo absoluto, compró 300 litros de sangre en un matadero y los arrojó en la bañera, produciendo impactantes cuadros. O un periodista que se ha jugado el pellejo por las víctimas de recientes guerras civiles, ha sido secuestrado y, al recobrar la libertad, ha publicado graves denuncias. O a lo mejor un sibarita, jugador de bridge y viajero impenitente que, en el Medio Oriente, se ha hecho pasar por cónsul belga y ha entregado visados a muchos perseguidos y, más tarde, en Guatemala, falsificó pasaportes británicos en grandes cantidades, lo que permitió a numerosos nativos escapar de la masacre genocida de Centroamérica y asilarse en Londres. O, por citar un último ejemplo, tal vez el progenitor de Ludo es un aventurero aparentemente inescrupuloso que se adentra en la Amazonia brasileña con el fin de asistir a las etnias en peligro, impedir el avance de las transnacionales y rescatar a la única zona del planeta sin la completa depredación ambiental que reina en todas partes.
Por descontado, Ludo fracasa en sus tentativas y a Sybilla nada le interesa que él conozca al creador de sus días. Con todo,
El último samurái termina haciéndonos comprender lo que ninguna novela de ahora ha conseguido: cómo es el aprendizaje de un genio.