En el Evangelio de hoy se nos hace presente la importancia de la conversión. Con la exhortación "si no se convierten..." (Lc. 13, 3), Jesús pone en evidencia que la conversión es una clave maestra de la vida cristiana porque expresa el dinamismo del cambio hacia el bien, de esa capacidad que tiene el hombre para mejorar, para volver a ponerse de pie. Y esta conversión cristiana apunta a una realidad mucho más honda que la meramente moral: refiere a esa intención del corazón por cambiar de vida, por "re-direccionarse" hacia Jesús y poner los medios para ello.
Ahora es bueno preguntarnos si estamos en el camino de la conversión hoy.
Esto no siempre resulta evidente. La tentación de compararnos con otros "más malos" nos puede llevar a un cierto conformismo que inmoviliza. También la lógica del "cumplo", del "no tengo grandes pecados", de "soy más bueno que tantos" puede paralizarnos el corazón y hacernos muy difícil vivir el dinamismo de la conversión. Finalmente, la tentación de comprender la conversión como una búsqueda de la perfección humana puede llevarnos a perseguir un cristianismo inalcanzable.
Para ponernos en este camino de conversión hay algunos elementos que no podemos soslayar. El primero refiere a confiar en la gracia de Dios.
Para hacer este camino no son nuestras fuerzas, sino la gracia la que posibilita el cambio. No es un simple ejercicio "muscular" de virtudes, sino un camino de vida "sustentable" que ha de estar provocado y animado por la gracia. De ahí la necesidad de cuidar la íntima relación con Dios.
Por otro lado, resulta esencial reconocer humildemente la propia fragilidad y aceptar que hay que convertirse. La fragilidad asumida nos hace mendigos de Dios y auténticamente necesitados de su misericordia. La fragilidad integrada nos hace más humanos y misericordiosos con los demás.
También resulta relevante saber que Dios da siempre una nueva oportunidad. El camino trazado de la conversión al amor reconoce, como un elemento constitutivo del proceso, "las caídas". Francisco en la JMJ Panamá 2019 recordaba un canto alpino "El arte de ascender a la victoria no está en no caer, sino en no permanecer caído". Haciendo un parafraseo, el arte de la vida cristiana no está en no caer, sino en volver a ponerse de pie para retomar el camino. Una palabra más.
Este anhelo ha de ir acompañado por la convicción de que la conversión del "otro" también es posible. Quien cree en la propia conversión, naturalmente será misericordioso para acoger al que se arrepiente y enmienda su camino, porque reconoce la propia dificultad en el proceso. En una sociedad en la que se ha perdido la misericordia, que no se abre al perdón y que "lapida" a quien se ha equivocado -basta mirar los comentarios en los portales de noticias-, resulta profético mirar con benevolencia y perdonar, no centrar la mirada en el pecado cometido, sino en la esperanza de un cambio que se avizora en el corazón arrepentido. En la medida en que crezcamos redireccionando nuestra vida hacia Dios, comprenderemos la propia fragilidad personal con benevolencia y miraremos la del hermano con misericordia.
Sin temor a equivocarme puedo afirmar que quien está trabajando humildemente por su propia conversión está naturalmente inserto en la escuela de la misericordia que mira al prójimo con benevolencia.
"Y aquellos 18 que murieron aplastados por la torre de Siloé, ¿pensáis que eran más culpables que los demás habitantes de Jerusalén? Os digo que no...".(Lc. 13, 4-5)