Recién después de un año en La Moneda se le comienza a tomar el peso al triunfo de Sebastián Piñera en la última elección presidencial. Esto vale para ambos lados, detractores y partidarios. No solo por la envergadura de la votación; también por el significado: su victoria cerró el ciclo inaugurado con las movilizaciones de 2011, que tuvo como atmósfera la denuncia del lucro y la desigualdad, como programa el "otro modelo", y como emblema a Michelle Bachelet II. Cuando los electores, al marcar su preferencia, rechazaron la continuidad (Guillier) y optaron por un cambio con signo de derecha (Piñera) y no de izquierda (Sánchez), ese ciclo quedó clausurado.
A diferencia de 2009, esta vez el triunfo no fue accidental, sino fruto de una meticulosa preparación que le permitió crear una coalición política a su gusto y armar equipos basados en la lealtad a su liderazgo. Él mismo se vio favorecido, además, por circunstancias históricas muy favorables. En su presidencia anterior, Piñera probó que podía gobernar el país de la Concertación -tal como esta antes había demostrado que podía gobernar el país de "el modelo"-, lo cual mermó las resistencias a su figura. Jugó a su favor, asimismo, la desilusión con el "nuevo ciclo" anunciado por la Nueva Mayoría bajo Bachelet II. La baja tasa de crecimiento, la amenaza que despierta el igualitarismo en las clases medias cuando llega la hora de pasar de la retórica a los hechos, los casos de corrupción que salpicaron al núcleo gobernante, y una sensación extendida de ineficiencia y falta de autoridad en el manejo del Estado, se encargaron naturalmente de poner en valor los atributos de Piñera. A esto hay que sumar un fenómeno global: esta vez la derecha chilena se ve empujada por una ola cultural mundial que tiene a la centroizquierda en bancarrota; una ola que favorece la protección sobre la inclusión, el mérito sobre la igualdad, el logro sobre la solidaridad, las desigualdades sutiles sobre el Índice Gini, la denuncia de los abusos sobre las reformas socioeconómicas, la eficacia sobre los relatos.
En este contexto, ¿conseguirá Piñera esta vez aquello que no logró -o quizás ni siquiera se propuso- en el período anterior: asegurar un sucesor, inaugurando con esto un ciclo histórico equiparable al de la Concertación? Ganas no le faltan. De hecho, no hay precedentes de un Presidente que, al celebrar recién su primer año de gestión, ya esté invocando su proyección. Aunque, mirando fríamente las cosas, las condiciones no pueden ser más halagüeñas para ello.
Algunos estiman que la proyección dependerá de que saque adelante sus reformas y logre insertarlas en un gran relato. No lo veo posible: va contra el ADN del Presidente Piñera, que lo conduce a creer más en la gestión que en los cambios estructurales, a estar más cómodo en la acción que en el planeamiento, y a medirse contra el impacto inmediato y no contra los libros de historia.
Francamente, tampoco lo veo necesario. En los tiempos que corren, para navegar y dejar la nave a buen recaudo, le basta con gestos o microdecisiones bien comunicadas y que apunten a tres objetivos: mostrar que la economía está mejor que bajo Bachelet -como se encarga de martillar todos los días la comunicación oficial-; desplegar eficacia y espectacularidad en la gestión de desbordes, emergencias y catástrofes -como lo ha intentado con Carabineros, los incendios forestales o Venezuela-, y levantar sin pudor banderas que agitan miedos reprimidos de la población -como se ha hecho en materia de inmigración, selección escolar y control policial-. En esto está el Presidente, quien goza de un poder sin contrapeso. Por ahora no se ven motivos para que cambie de libreto.