Las
Veinte mil leguas de viaje submarino, de Verne, y
El pecado del Abate Mouret, de Zola, son dos de las mayores latas jamás dadas a la prensa desde que Gutenberg (o los chinos, que nunca faltan) la inventó.
La primera, por esa interminable, insoportablemente soporífica descripción de peces, mariscos y otros especímenes de una fauna marina que, donde mejor está, es en la invisibilidad de aquellas abisales profundidades. La segunda, por la descripción igualmente aburrida, patológicamente obsesiva, de incontables especies vegetales de un inmenso jardín deshabitado y abandonado, por el que deambula el pesado sin otro fin que exhibir toda la botánica que tuvo que aprender para escribirlo. Si Usía, que es igualmente "TOC" que este par, insiste en despachar ambas obras, cuidará su salud mental siguiendo el consejo de Alone, repositorio de sabiduría literaria y de excelente prosa: "Si le aburre, sálteselo, y retome la lectura cuando ya le parezca que el libro recupera interés". ¡Faltaba más! ¡Tener que aburrirse a morir por puro empecinamiento!
Pero hay libros de viajes asaz interesantes, ya sea porque mueven el alma a placenteras sensaciones, novedades y recuerdos, ya sea porque alteran el espíritu, harto de lenidades, con irritantes episodios o con el carácter intolerable del propio viajero-narrador, que aprende uno a detestar al mismo tiempo que ve que es imposible dejar el libro hasta enterarse de en qué termina el viaje. Uno de ellos es el que don Luis Antonio de Vega realiza por las cocinas de España. El energúmeno detesta las zanahorias, que en la encantadora Francia caracterizan a los platos "à la Crécy", y aborrece las acelgas, que en la Emilia Romaña sirven de relleno a las piadinas, esos ricos panes de sartén que ahí comen.
El tipo es, fundamentalmente, carnívoro, y considera que no ha comido si no ha hincado el diente en los músculos de algún bípedo o cuadrúpedo. Si bien un chanchito lechón al horno es cosa espléndida, con su esqueletito que se desarma de puro tierno, preferimos algo en que la cultura haya intervenido más diestramente, como un buen chorizo riojano, que es el mejor del orbe. Así lo atestiguó Paul Bocuse, que fue una vez de visita a La Rioja y volvió a Lyon diciendo que no se podía comer en el mundo nada más delicioso que el dicho chorizo con una papa cocida al lado. ¡Pa' que vea Su Mercé lo que es el gusto refinado, que siempre optará por lo más sencillo que se ofrezca!
A propósito, hete aquí un muy riojano plato.
Cordero con pimientosCorte 150 gr de tocino (comprado en una pieza) en trocitos chicos. Dórelos en aceite de oliva. Agregue 1½ k de carne de cordero troceada. Rehóguela. Agregue ½ cebolla picada, 6 dientes de ajo picados. Siga rehogando. Agregue 12 pimientos verdes chicos, limpios y troceados. Cubra con vino blanco y agua a partes iguales. Sal, pimienta.