En esta época, cuando un libro viene muy propagandeado, es inevitable sentir un nivel de reticencia hacia esas maravillas que nos anuncian con tanto bombo.
El día que se perdió la cordura, de Javier Castillo, es un caso a tomar en cuenta por varias razones. Inicialmente, apareció en un formato virtual del conglomerado Amazon y, según la firma que lo acaba de poner en el mercado, "se ha convertido en todo un fenómeno editorial antes de su publicación en papel". Esto último desde luego que no significa nada. Todos los días podemos encontrarnos con indecibles mamarrachadas en la galaxia digital. Y si bien es cierto que en las redes sociales también tenemos acceso a clásicos indiscutibles, no es menos cierto que, como norma habitual, lo que ahí encontraremos dista muchísimo de presentar un nivel de calidad literaria. Como consecuencia de su amplio éxito en los computadores,
El día que se perdió la cordura, que es el primer título de Castillo, ha vendido 200 mil ejemplares en España, se prepara un gran lanzamiento en Italia y vienen traducciones a múltiples idiomas. Asimismo, los derechos audiovisuales han sido adquiridos para la producción de la serie en televisión. ¿Qué quiere decir todo esto? Que, obviamente, estamos ante una maniobra comercial para aprovechar las ganancias generadas por
El día que se perdió la cordura. Desde luego, está por verse cuánto dura esta faramalla: tal vez un par de años, tal vez menos tiempo. Además, como viene sucediendo por décadas, es frecuente que los consorcios transnacionales dedicados al negocio libresco tiren la casa por la ventana, y si eso no les resulta, sepulten en el olvido sus manejos: el respaldo económico que poseen indefectiblemente favorece la columna haber.
Lo primero que llama la atención en El día que se perdió la cordura es el escenario que ha escogido Castillo. De acuerdo con su currículo, se diplomó en empresariales, hizo un magíster en
management de Europe en el itinerario Madrid-Shanghái-París y ha trabajado como consultor de finanzas corporativas. Nada de esto, huelga decirlo, lo descalifica para abordar una ficción novelesca. Con todo, al parecer ni siquiera ha pisado Estados Unidos, por lo que resulta extraño que sitúe la acción de
El día que se perdió la cordura en Boston y Salt Lake. Y cualquier lector, aun cuando sea el menos viajado, notará enseguida que Castillo no conoce los lugares sobre los que habla, ya que apenas se limita a darnos informaciones que quizá sacó de Wikipedia u otra fuente semejante. Y esto sí que nos acerca a algo grave: la deshonestidad, embozada con una abundante nomenclatura inglesa que, por lo general, se encuentra incorrectamente deletreada, mediante palabras y giros especiosos. Verne, Kafka, Borges y muchos otros anduvieron por todo el mundo sin moverse de sus hogares y lo hicieron tan bien, que da lo mismo que se trate de gente eminentemente sedentaria. Claro que no estamos comparando a Castillo con ninguno de ellos; no obstante, uno tiene derecho a exigir una mínima preparación si alguien emprende la labor de describir paisajes extranjeros.
¿Vale la pena criticar un volumen de estas características? Por descontado que sí. No es posible estar permanentemente hablando de Proust, Virginia Woolf o Thomas Mann sin caer en la pedantería. Aun así hay algo más: Javier Castillo representa una manifestación preocupante: la degradación del
bestseller. Si en las manos de nuestros padres o abuelos caían obras policiales o textos de Arthur Hailey, Vicki Baum, Frank Yerby, cuyos objetivos consistían en entretener con intrigas de buena ley, en el presente están Julia Navarro, Ildefonso Falcones o el mismo Javier Castillo, con la agravante de que el último ni siquiera hace la tarea, o sea, investigar el trasfondo de
El día que se perdió la cordura.
Aclaradas así las cosas, habría que agregar que Castillo ha elegido el
thriller, un tipo de narración bastante difícil de ejecutar con solvencia. Entre 1996 y 2013 ocurren, muy alejados entre sí, innúmeros crímenes, sin excepción horripilantes, consistentes en degollamientos, descuartizamientos, despedazamientos de mujeres muy jóvenes, detrás de los cuales hay un asesino en serie, quien actuaría para una banda de multimillonarios degenerados e implacables. Todo comienza un día de Navidad, cuando un hombre camina desnudo con la cabeza decapitada de una muchacha. El doctor Jenkins, director de un centro psiquiátrico, junto a Stella Hyden, del FBI, se internan en una maraña que arriesgará sus existencias, su concepción de la sanidad mental y que terminará conduciéndolos a una serie de accidentes fortuitos que acontecieron hace 17 años. La primera víctima es el propio Jenkins: en el momento de ir a entrevistar al sospechoso, recibe de regalo una caja con la cabeza de su hija. De manera que, valga la redundancia, pierde la cabeza. Entonces, Stella se hará cargo del interrogatorio, durante el cual recibirá una sorpresa tras otra: el presunto homicida sabe más de ella que la propia Stella, quien, pese a sus galones, se revela pronto como una profesional inestable. En realidad, los personajes son histéricos y disfuncionales, lo que resulta poco creíble si consideramos que pertenecen a los aparatos de seguridad de la nación más poderosa del planeta. En el fondo, da lo mismo, pues Castillo es incapaz de abandonar la escritura lánguida, mortecina, adocenada que marca
El día que se perdió la cordura de principio a fin.