Comienza el nuevo año académico. En la antigua escuela donde enseño desde hace 25 años, los estudiantes me parecen cada vez más jóvenes, más curiosos, mejor informados, más amables. ¿Será que con la distancia de la edad se establecen distintas formas de relación y comunicación, más condescendientes? ¿Será que es el pulso del país y de la época el que cambia el temperamento de las generaciones? ¿O será que el venerable soy yo ahora, aunque sea nada más que por la barba cana? De lo que estoy seguro es que estos jóvenes estudian la arquitectura y el urbanismo llenos de ilusión, dispuestos a prepararse por largos años. Son intereses que, superada la incertidumbre natural de los primeros años de estudios (que en Chile son demasiado tempranos como para establecer las certezas de una vocación), manejan, cuestionan e investigan perfectamente. A todos les digo lo mismo: que será un camino difícil, una competencia formidable entre miles de semejantes en una sociedad y una cultura chilenas más bien indiferentes al rol del arquitecto, y que posiblemente una fórmula de supervivencia sea la máxima diversificación del campo profesional y de los propios talentos personales. Queda entendido que en esta búsqueda de oportunidades no deberán jamás transarse los principios de responsabilidad social y ética profesional, y que si bien ese compromiso no garantiza gran fortuna, al menos asegura la satisfacción de una vida honrada y plena de esperanzas. Que no existe arquitecto sin visión política; es decir, de ciudad, de mundo. Y buena suerte.
En Chile, en tres décadas, el número de escuelas de Arquitectura se multiplicó cinco veces, de 8 a 40, mientras la población crecía algo más de un 50%. Hoy somos uno de los países con más arquitectos por habitante en el mundo; ciertamente un exceso, considerando las reales necesidades del país y las expectativas laborales de cientos de jóvenes profesionales. En la ausencia de una política de Estado que acredite y regule el ejercicio de las profesiones, esto implica un enorme desafío para las actuales escuelas: ampliar el campo de acción de arquitectos, paisajistas y urbanistas; incorporar profesionales idóneos en las reparticiones públicas que más los necesitan (como las Direcciones de Obras Municipales de comunas menores, que curiosamente hoy no tienen la obligación de que sus funcionarios sean arquitectos). Tal vez lo más importante hoy es recuperar el sentido institucional y gremial de aquellas profesiones que son atávicas, complejas, íntimamente ligadas al devenir y al bienestar de la sociedad, cosa que gozamos como país hasta hace pocas décadas.