Soy partidaria de la igualdad de derechos y oportunidades entre hombres y mujeres, pero hoy no me defino como "feminista" por las mismas razones por las cuales no soy "machista". Me declaro "humanista" y, como las mujeres representamos la mitad de la humanidad, defiendo su igualdad esencial.
No comparto el enfoque de género, porque es imposible entender la compleja realidad social, o nuestra historia, de acuerdo con una sola categoría de análisis, ya sea esta la clase social, la religión o el sexo. Del mismo modo que el marxismo y el materialismo histórico construyen rígidas corazas intelectuales dentro de las cuales una parte de la historia es erradicada si no calza con sus postulados, las teorías de género, que se restringen a una sola variable (además simplificada para servir como instrumento de lucha), tampoco permiten explicar los fenómenos sociales en su dimensión total.
Así, por ejemplo, en el clima de opinión imperante se ha creado una completa identificación entre "violencia" y "violencia de género", como si esta fuera su única expresión. Con ello, excluimos de la denuncia y de la conmiseración a miles de hombres que también son víctimas de las peores formas de crueldad. En efecto, la violencia ejercida en el ámbito de la intimidad y de las relaciones afectivas tiene una connotación particularmente perversa y merece un rechazo universal; en ese contexto, la violencia contra la mujer es particularmente repudiable. Es más, en los delitos de violencia doméstica son las mujeres las principales víctimas y en 2018 solo un 16,4% de aquellos fue cometido por mujeres contra hombres. Sin embargo, y para tener una perspectiva más equilibrada de la magnitud del problema, esto significa que del universo total de hombres chilenos mayores de 18 años, un 1,1% violentó a mujeres y el 98,9% no es ni asesino ni abusador.
Es verdad que a nivel mundial el 95% de los homicidios son cometidos por hombres. Sin embargo, sus víctimas no son solo mujeres. Por el contrario, en Chile el año pasado cerca del 80% de las personas asesinadas fueron hombres. Las víctimas, entonces, no son solo mujeres: son también hombres, homosexuales y lesbianas, inmigrantes y extranjeros, niños y niñas, jóvenes y ancianos. Por eso, la violencia debe ser perseguida sin distinción.
Las mujeres hemos experimentado cambios irreversibles que son más relevantes para el futuro que las continuidades históricas que aún nos aquejan: hemos adquirido creciente independencia económica, integramos la fuerza laboral en números crecientes, la brecha salarial disminuye y aumenta la participación en la política y en los altos niveles de decisión en las empresas. Más aún, las mujeres tenemos ventajas absolutas en materia de logros y rendimientos educacionales.
Impugno la retórica inflamatoria feminista porque las mujeres no nacemos ni estamos condenadas a ser víctimas. La victimización es una opción que mutila, socava la autoestima, nos deja indefensas para desarrollar nuestro potencial, nos hace vulnerables, sometidas al síndrome de Estocolmo y buscando siempre la culpa en los otros. Así, perdemos autonomía para determinar nuestra valía y elegir nuestro destino con libertad.