Es un tremendo error seguir creyendo que el tema de Marcelo Díaz en la selección es estrictamente futbolístico, y por lo tanto sujeto a revisión de acuerdo a su rendimiento o a las necesidades de la Roja.
Cualquier técnico en otro momento histórico no habría prescindido de un volante en su mejor nivel, en un torneo altamente competitivo, con esa dosis de liderazgo y que podría -eventualmente- cubrirle una de las principales carencias que ha tenido la escuadra en los amistosos previos: el armado del fútbol desde las líneas propias. El colombiano podría alinearlo de titular o, simplemente, dejarlo como alternativa para los momentos complicados, donde Chile pierde el balón con rapidez en la salida, o no encuentra el ordenamiento adecuado. La opción de Medel ocupando esa posición fue fallida, porque ni el mismo jugador mostró convencimiento en las ventajas de adelantarse en la cancha.
Díaz fue pieza clave en el mejor momento de la selección en las Copas Américas, es cierto, pero los errores puntuales en la final de la Confederaciones y del partido clave por las clasificatorias en La Paz significaron un duro revés para su siempre alabada eficiencia. Contó, en ambas oportunidades, con la benevolencia de la mayor parte de la crítica y de los aficionados, pero sus propios compañeros y las redes sociales -algo que Díaz sobrevalora- le pasaron la cuenta.
Si el caudillo de Avellaneda no está considerado en las nóminas es porque el núcleo duro de la selección aún no lo quiere de vuelta, por más que lo hayan desmentido siempre. Reinaldo Rueda, cada vez que ha tenido oportunidad y con una vehemencia inusual para estos tiempos, ha investido, entronizado y consagrado el liderazgo de Arturo Vidal en este grupo. Y no es un misterio que la debacle del equipo en el tramo final clasificatorio a Rusia se produjo por una ruptura profunda, insalvable y casi terminal de las relaciones al interior de la banda más exitosa en la historia de la selección chilena. Las razones son simples: no gustaron las opiniones de los familiares del arquero ni las "filtraciones" del volante.
El cisma pudo suavizarse con la partida de Pizzi, con la amalgama de los amistosos o el nuevo liderazgo que imponía Rueda, pero no fue así. Bravo hizo lo posible por automarginarse, luego se lesionó y no hubo gestos conciliatorios que permitieran recomponer las relaciones. Y Díaz, pese a contar con el apoyo -otra vez- de la mayoría de la prensa nacional, no pudo romper el cerco, encerrándose en una coraza llena de rencor contra el medio más que a los verdaderos culpables de su salida.
Si había dudas en torno a la nueva línea de Rueda tras el largo receso, estas han quedado disipadas. Pudo olvidar las afrentas personales (caso de Vargas) y reevaluar dogmas de estilo, pero no querrá desafiar, supongo, a la jerarquía del camarín. Al menos no todavía, o en las actuales condiciones. Quizás porque prefiere confiar en el inagotable talento de los actuales líderes, o porque crea que del inevitable choque de poderes y personalidades nada bueno podrá salir.
Pero seguir creyendo que Díaz no está por razones futbolísticas es equivocar de lleno el debate. Esto no es asunto de pizarra. Es tema de diván.