Ha comenzado la Cuaresma con el Miércoles de Ceniza. Después de la homilía y la bendición de los restos quemados de las palmas del Domingo de Ramos del año anterior, el sacerdote impone estas cenizas en la frente de los fieles haciendo la señal de la Cruz y diciendo: "Acuérdate que eres polvo y al polvo volverás" o "conviértete y cree en el Evangelio".
A propósito del evangelio de hoy, quería comentar esta última fórmula: "Conviértete y cree en el Evangelio". En ocasiones, cuando estoy imponiendo las cenizas, veo en algunos fieles una cierta cara de incredulidad: ¿convertirme de qué? ¿Qué concepto tiene de mí este sacerdote que me pide esto? ¿Si estoy asistiendo a Misa en la semana e incluso hoy no es de día precepto? Y siguen algunos: estoy inscrito y pago el uno por ciento de la parroquia, soy puntual y generoso, voy a Misa todos los domingos y no he robado, mentido, soy fiel a mi mujer, soy ministro extraordinario de la Sagrada Comunión, etc. ¿De qué me voy a convertir?
Efectivamente si pensamos que la vida cristiana consiste en tener unas prácticas de piedad y hacer cosas buenas, no hablamos de conversión porque hiere sensibilidades, es muy fuerte. Es mejor decir: corregir errores, evitar descuidos, ser más ordenado, ser más tolerante, no ser tan exigente, etc.
Pienso que en el evangelio, el joven rico es un ejemplo emblemático de lo anterior: "Maestro, ¿qué obra buena debo hacer para alcanzar la vida eterna?" (Mt. 19, 16). Si pensamos que la vida cristiana consiste en hacer cosas buenas, mostraríamos un desconocimiento real de los evangelios, que no hemos profundizado en la vida y enseñanza de Jesús.
A este joven que era bueno, Jesús le pide una nueva conversión, que lo imite a Él en su desprendimiento y pobreza: "Si quieres ser perfecto, anda, vende tus bienes y dáselos a los pobres, y tendrás un tesoro en los cielos. Luego, ven y sígueme" (Mt. 19, 21). Y no fue capaz y se fue triste, porque no basta vivir los mandamientos y ser bueno. La vocación cristiana es la identificación con una persona, Cristo.
La primera lectura del miércoles de Ceniza nos llamaba imperativamente: "Ahora, convertíos a mí de todo corazón, con ayunos, llantos y lamentos; rasgad vuestros corazones, no vuestros vestidos, y convertíos al Señor vuestro Dios" (Joel 2, 12-13).
Quien entendió esto de maravilla fue san Juan Bautista: "hace falta que Él (Jesús) crezca y que yo disminuya" (Juan 3, 30). Que solo Jesús se luzca. Hacer cosas buenas tan solo nos puede llevar fácilmente a ser autorreferentes, a compararnos con el ambiente, con la vecina, el compañero de trabajo, etc., concluyendo que no estoy tan mal, no soy un fanático que va a Misa todos los días ni un ateo, porque me acuerdo de Dios en la semana.
Los primeros cristianos querían algo más que ser buenos, que saber comportarse, ser honestos o ciudadanos ejemplares, etc. Eso es mucho, pero es poco. Se requiere avanzar hacia la meta que indica San Pablo: "no soy yo el que vivo, sino que Cristo vive en mí" (Gálatas 2, 20).
Así, la vida cristiana es apasionante. Esa conversión es una lucha contra nuestras malas inclinaciones y contra el demonio que no quiere que Cristo viva en mi carácter, en mi trabajo, en mi descanso, en mis proyectos, alegrías, etc. Y lo que queremos en este tiempo es imitarlo en su oración, ayuno y limosna. Y como nos recuerda el evangelio de hoy, debemos luchar también contra las tentaciones del demonio, al igual que Cristo: "En aquel tiempo, Jesús, lleno del Espíritu Santo, volvió del Jordán y el Espíritu lo fue llevando durante cuarenta días por el desierto, mientras era tentado por el diablo" (Lucas 4, 1-13).
Esta llamada imperativa "conviértete y cree en el Evangelio" nos debe recordar que estos 40 días son una gran oportunidad para responder al amor de Dios: "Hay que contestar -amor con amor se paga- diciendo: 'aquí estoy Señor, porque me has llamado' (1 Reyes 3, 9).
Estoy decidido a que no pase este tiempo de Cuaresma como pasa el agua sobre las piedras, sin dejar rastro. Me dejaré empapar, transformar; me convertiré, me dirigiré de nuevo al Señor, queriéndole como Él desea ser querido" (Es Cristo que pasa, n° 59).
"Pues ninguno de nosotros vive para sí mismo, ni ninguno muere para sí mismo; pues si vivimos, vivimos para el Señor; y si morimos, morimos para el Señor; porque vivamos o muramos, somos del Señor".(Romanos 14, 7-8)