Cuando le preguntan a qué se dedica, Lee Jong-su responde que es escritor, pero rara vez lo vemos tecleando. Con tal de evitar enfrentarse a esa novela que dice tener dentro suyo, el protagonista de "Burning" -sexta cinta del director surcoreano Lee Chang-dong y sensación del último Festival de Cannes- acepta convertirse en una sombra y mudo testigo, en una figura pasmada al interior de su propio filme, hasta que este, de forma casi casual, por fin le da algo que hacer: un propósito que consumirá su atención, su tiempo y sus deseos. Una misión que, como anticipa el título de la producción, finalmente le hace arder.
Lo extraño es que, al contrario de la mayoría de las películas (que suelen develar ese sentido antes de la media hora de relato), la revelación de Lee Jong-su, su "despertar", recién sobreviene a la hora y media, cuando el espectador creía dominar las alternativas de la trama. Hasta ese momento, "Burning" -basada en "Quemar graneros", un sugestivo cuento de Murakami- era la historia del interrumpido affair entre un joven y remolón escritor y una antigua compañera de colegio. Tras un breve viaje a África, ella vuelve acompañada por Ben, un sujeto con dinero y buena pinta, con el que nuestro destartalado protagonista no podrá competir. Manso y lento como es, el chico está a punto de aceptar su rol de comparsa en el romance ajeno cuando se presenta ese "algo" -una situación que obviamente no puedo contar aquí- y todo gira en 180 grados. Como si la trama romántica y juvenil se rebooteara y recomenzara, pero en clave nihilista y noir . Como si todo lo que vimos antes no fuese más que la adolescente precuela de lo que a partir de ahora se desbocará, fluyendo a torrentes.
Narrativamente, la operación equivale a un salto mortal, uno que rara vez los cineastas son capaces de ejecutar sin hundirse -el David Lynch de "Mulholland Dr." (2001) y "Twin Peaks: The Return" (2017) es uno de esos privilegiados-, básicamente porque no se trata de un giro sorpresa que reorienta el argumento a última hora, sorprendiendo a la audiencia, al estilo de los clásicos de Shyamalan ("Sexto sentido", "El protegido"). Lo que se reconstituye en "Burning", lo que se transforma, es más que la mera trama: es el propio protagonista y su universo, su forma de negociar con lo que le rodea, con el mundo miserable que habita (Lee está obligado a vigilar la descuidada granja de su padre mientras este cumple una condena de prisión) y con la vida que imagina para sí. Como si en vez de escribir página a página la novela que se le escapa de las manos hubiese optado por vivirla, descubriendo alucinado que la realidad va acomodándose sin problemas a sus fantasías -y pesadillas- más descabelladas.
Así las cosas, su actitud no es muy distinta a la del terminal antihéroe interpretado por Jack Nicholson en "El pasajero" (1974), de Antonioni: alojado en un minúsculo hotel del norte de África al inicio de ese filme, el tipo cede a un impulso súbito y usurpa la identidad de su vecino de habitación, quien acaba de fallecer. La perspectiva de convertirse en otro, de desembarazarse de su antigua persona, como si fuera una cáscara, le resulta fascinante; pero pronto se da cuenta de que la mochila que ahora debe cargar es doble: lleva en sus hombros tanto la vida de ese extraño como los fantasmales vestigios de la suya.
Así anda el despistado Lee Jong-su al final de "Burning": conteniendo dentro de sí dos historias, dos mundos, dos formas mirar. Con razón está a punto de reventar.