Una de las últimas noches de calor desperté con un trueno gigantesco, que remeció la ventana, y me asomé aún dormido al jardín colindante con la calle, donde no había ninguna tormenta. Me quedé con el misterio mucho rato hasta que después averigüé que el estruendo venía de un atentado mediante saturación de gas a un cajero automático de las inmediaciones.
No estamos acostumbrados a convivir con ruidos inexplicables y todo cuanto suena a nuestro alrededor lo consideramos esencialmente inteligible. Contamos con un mapa acústico que chequeamos cada segundo de manera inconsciente. Esto nos permite sobrevivir en las calles, en los lugares extraños e incluso al interior de nuestros departamentos.
Para mí, al menos, hay en esto un aprendizaje directo. A mi papá le gustaba el tema de los sonidos raros que tras una breve investigación se revelan como perfectamente comprensibles. Solía recordar esa historia -una especie de leyenda rural- de la casa en que todos estaban aterrados por un lamento nocturno que resultó ser una rama de árbol que el viento movía sobre un techo. Una vez le pasó a él mismo algo similar, en sus aislamientos invernales en Punta de Tralca. En la noche escuchó un quejido espantoso, el quejido de ultratumba de un ser sombrío, la voz de una mujer agónica. Tuvo, por cierto, miedo profundo. Pero prendió las luces, indagó por toda la casa hasta descubrir una puerta que una brisa que era casi un puro aliento movía sutilmente, provocando una fricción en los goznes. Ahí estaba el fantasma.
Lo anterior corresponde al tipo de fenómeno que aparece en los cuentos del padre Brown, el cura detective de Chesterton. Lo que parecía extraordinario se revela finalmente por su lado cotidiano, normal, más bien fome.
No hay para qué forzar las cosas al punto de interesarnos más en aquello con apariencia sobrenatural. Ya es de por sí insondable el hecho de que nuestro sentido del espacio y de la profundidad dependa de la acción permanente de parar la oreja. Hay una emoción específica en el reconocimiento diario de los ruidos que nos centran en un lugar del mundo, en una zona privada o íntima, aquella superficie en que nos percibimos por un momento como individuos solos, recortados, casi sin nombre. Nuestra soledad es la del recién nacido o del muerto, y aun así permanecemos atentos a los motores, a los graznidos, a los portazos, a los ladridos, a las risas ajenas, al viento y a la música lejana.
Noches después de la del estruendo, vi en las noticias, o me avisaron por mensaje, que se estaba quemando el cerro San Cristóbal, y que el fuego estaba cerca del zoológico. Me asomé por la misma ventana, pero de nuevo no pude percibir nada fuera de lo habitual. El incendio se estaba dando por el lado poniente del cerro, de modo que no se veía nada, salvo una oscuridad boscosa. Lo siguiente lo escuché al echarme en mi cama y dudo si fue real: el bramido de un elefante, asustado, me imagino, por el avance de las llamas. Era un sonido muy parecido al del sintetizador de la parte inicial de "Such a Shame", la canción de Talk Talk cuyo vocalista murió por esos días.