Poca notoriedad, pero mucha relevancia ha tenido la disputa entre Uber, Cabify y la ciudad de Barcelona respecto de su servicio de transporte allí. Las protestas de los gremios de taxistas en los últimos meses llevaron a las autoridades catalanas a imponer mayores regulaciones, que establecían, entre otras cosas, un tiempo mínimo entre la solicitud del cliente y la prestación del servicio. Las empresas reaccionaron dejando de prestar su servicio.
En Madrid la cosa no es muy diferente. Sus autoridades han evaluado una restricción a la distancia física que deberá existir entre el cliente y el auto en el momento de solicitar el servicio. Parece chiste, pero no lo es. Es que las plataformas tecnológicas están revolucionando muchas industrias, y con ello desplazando a muchas empresas establecidas. Mientras algunos ajustan sus modelos de negocio y se reinventan, otros se defienden con garras y exigen más regulaciones.
Estos negocios basados en plataformas generan valor. Por de pronto, permiten utilizar un capital que de otra manera permanecería desocupado por largos períodos, abaratando su costo. Además, la masificación de los teléfonos inteligentes permite acceder directamente a los consumidores con apps amigables. Muchos de estos servicios son bastante básicos -como un taxi o un comprador de supermercado-, pero las aplicaciones permiten ahorrar tiempo y acceder a más variedades. Y eso es valorado por las personas.
Sin embargo, existen algunas asimetrías en el tratamiento legal y normativo de muchas de estas empresas tecnológicas, en comparación con otras establecidas. Y algunas de estas diferencias pueden generar ventajas de costos -y de precios- para las empresas basadas en estas plataformas, lo que podría explicar las preferencias de los consumidores. El ejemplo más claro de esto son algunas asimetrías en los impuestos que pagan, diferencias que debieran tender a eliminarse.
Pero la tentación de poner todo bajo el alero de la regulación existente debe ser evitada. La revolución de la que estamos siendo testigos -y usuarios- muestra que, en muchos casos, la regulación no se adecua razonablemente a los desafíos modernos. El campo laboral es posiblemente el caso más claro. Tanto las preferencias de los jóvenes universitarios, mujeres o inmigrantes, así como la voz de los consumidores, dan cuenta de una valoración por mayor flexibilidad. Más que imponer el código laboral a cada nuevo negocio, conviene revisarlo para permitir un grado de adaptación que acomode a las personas, promueva niveles de formalidad laboral adecuados y permita acceder a los beneficios de las nuevas tecnologías.
El cambio tecnológico no se va a detener, y Chile debe decidir cuánto lo aprovecha.