En los últimos domingos venimos escuchando del evangelio de San Lucas lo que significa ser discípulos. El domingo pasado escuchamos cómo vivir imitando lo que Dios es. Para esto no habla de cómo ser perfectos, sino que habla de ser misericordiosos. El evangelio, con mucha claridad, habla de no juzgar ni condenar, sino de amar incluso a aquel que hace mal, pues también es víctima del mal que hace.
Hoy el evangelio da un paso más y plantea algunos peligros para el discípulo. Yo me quiero detener en uno muy actual: creerse superiores y mirar la realidad como desde un palco, opinando sobre los demás y criticándolo todo. Este es un mal muy presente en nuestro tiempo. Tendemos a poner la mirada en el error del otro y desde ahí lo definimos. Incluso tendemos a presentar un Dios que toma nota de nuestros errores para luego juzgar.
Qué insoportables son esas personas que se dedican a ver el mal hasta en las cosas más pequeñas. Algo de esto hay en la crítica que muchas veces se nos hace como Iglesia. Tal vez pensamos que esta no es nuestra actitud, pero debemos reconocer que es la sensación que hemos producido en la sociedad y debemos hacernos cargo de ella. Tras esto, entre otras cosas, está la larga lucha con la modernidad, dando a entender que los tiempos actuales son una constante amenaza para el ser humano. A partir de esto, la Iglesia da la sensación de alejarse de la realidad y opinar de ella desde afuera, pero sin dejarse contaminar por ella. Hoy nos damos cuenta de cuán equivocados hemos estado, reclamando por las pelusas en los ojos de los demás, pero sin reconocer la viga en los nuestros.
La realidad del hombre está llena de miserias y de imperfecciones. Y la de la Iglesia también.
Tal vez lo primero que debemos hacer frente a esto es descubrir que el sentido de la vida, y también de la Iglesia, no es la perfección, sino que es la santidad, la cual no está determinada por el éxito, sino por el amor. Es más, la verdadera perfección para el cristiano es ser como el Padre: perfectos en el amor. Nos hemos presentado ante el mundo con un discurso moral respecto al qué hacer. Pero el primer discurso, y el más importante, debe ser el anuncio de Jesucristo y del evangelio. Eso es lo que debería haber en nuestro corazón, y desde ahí debiéramos hablar. Hemos puesto primero el derecho canónico o el catecismo, pero lo primero debe ser el evangelio. No es que se opongan unos con otros, pero el evangelio consiste en conocer, amar y seguir a Cristo, y desde ahí se entiende una transformación en la vida. Nosotros hemos puesto la exigencia de la forma de vida (representadas por el derecho canónico y el catecismo) en primer lugar, relegando el encuentro con Cristo a un momento secundario. De alguna manera nos hemos llenado de requisitos para ser cristianos, incluso exigimos esos requisitos a los no cristianos, no comprendiendo que lo primero es llevar al encuentro transformador con el Señor.
Hoy están los tiempos para renovar la forma como nos relacionamos con la sociedad. En vez de callar y replegarnos, que es la primera tentación en tiempos difíciles, debemos volver a la fuente inagotable de vida que es el evangelio. Tenemos un anuncio precioso que dar: Cristo es verdadera luz para nuestras vidas. No es un anuncio de cómo debemos actuar, sino de cómo encontrar el verdadero sentido de nuestra vida en el Señor.
"Les dijo también una parábola: ¿Acaso puede un ciego guiar a otro ciego? ¿No caerán ambos en un hoyo? Un discípulo no está por encima de su maestro; mas todo discípulo, después de que se ha preparado bien, será como su maestro. ¿Y por qué miras la mota que está en el ojo de tu hermano, y no te das cuenta de la viga que está en tu propio ojo?".(Lc. 6, 39-41)