Las vacaciones, dicen, son aquellas en que uno olvida completamente la rutina y las preocupaciones propias del trabajo y de la vida citadina. Claro está que el concepto de vacaciones no existió para la mayor parte de la población, sino hasta el advenimiento de los movimientos laborales y las consiguientes leyes logradas en el mundo hace apenas 100 años. Hoy existe una sólida industria del turismo basada en esta importante expectativa (la del descanso legal y la ilusión del viaje de placer) surgida del siglo de las reivindicaciones sociales.
Esta vez llegué, por fortuna, a una casona centenaria junto al mar. Una casa sin televisor ni radio; menos conexión a internet. Una casa que mantiene el espíritu y la atmósfera de su primer día: silencio, contemplación, vida en torno al fuego y la mesa, conversación, juegos de salón y horas de lectura. Una casa levantada en una época en que el veraneo familiar era una empresa de largo aliento, involucrando a generaciones de parientes y no pocos sirvientes a cargo de la compleja logística, con ribetes épicos dado su aislamiento. Sin embargo, recreando civilización ahí donde no existía, salvo por la naturaleza espléndida que, a los ojos del hombre ávido de belleza, es la expresión de un orden superior predestinado a ser descubierto y gozado.
En esto pienso cuando recorro, una y otra vez, sus rincones. Escudriño sus intrincadas carpinterías, la composición de sus fachadas y de sus recintos interiores. Sus nobles materiales, el cómo están ensamblados y terminados. Me asomo a cada ventana, abro todas las puertas. Voy, como buen arquitecto, midiendo con la mirada y verificando con una regla. Quiero saber qué proporción tiene el peldaño de una escalera centenaria, de qué ancho son sus pasillos y cómo se hacía convivir bajo un mismo techo, durante una larga temporada, al mundo formal con el de la servidumbre, que debía recorrer con diligencia cuatro pisos casi sin ser vista ni oída.
Una parte de esta civilización recreada en medio de la nada es, naturalmente, el orden racional de la arquitectura. Podríamos encontrarnos con cuatro estacas y una lona en medio del desierto y nuestro asombro sería el mismo que hace mil años. La arquitectura le da forma a nuestros hábitos y rituales cotidianos, tanto los íntimos como los colectivos, pero también crea lugar y trascendencia, alterando todo su entorno. Y hay más: más allá del orden subyacente en la organización de los espacios y más allá del paisaje transformado por una vida sistematizada, hay un mundo de refinamientos formales plasmados en la materia que constituye lo construido -barro, piedra, madera, acero, cristal-, que son los que verdaderamente echan a volar la imaginación y conectan, de un modo inefable, anónimo, inconsciente e intemporal, al habitante con el arquitecto y el artesano, trinidad de toda morada.