La generación de mis padres -la que promediando los años 60 ya tenía hijos chicos- conservaba un recuerdo lúgubre de su propia crianza, sincretizada en esa imagen terrorífica del padre que llegaba del trabajo al anochecer y tras ser informado de las faltas de cada hijo repartía correazos y con "voz tronante" administraba confinamientos, ayunos, prohibiciones, cosas espantosas.
El doctor Spock, me parece, leído por esta generación fustigada, nos libró a nosotros de excesivos castigos y nos enroló en el ámbito de las explicaciones racionales. Lo que no se tuvo en cuenta entonces es el hecho de que la violencia no son solo reglazos, huascazos y varillazos, sino también puede ser inferida mediante el chantaje emocional, los silencios fríos, o los conflictos perversos en que se le confiere al niño un lugar actancial.
Como sea, me da la impresión de que en los últimos años han recrudecido en la calle las pataletas infantiles y deduzco que los padres de ahora carecen de ideas para aminorarlas y diluirlas. Parecen considerar que es malo intervenir en estas situaciones, en el entendido de que la única intervención eficiente sería activar las reservas de autoridad.
Si no recuerdo mal los términos de Freud en
El malestar en la cultura, la pataleta infantil debería ser la máxima expresión de un desfase entre el cavernoso yo y aquello que en su expectativa debería serle proporcionado por el mundo. Un recurso extremo: una expresión de demanda autoflagelante y manipuladora en la medida en que los gritos incontrolados son intolerables para los demás.
Otra novedad que nos traen los tiempos es que los jóvenes actuales lloran. No les da vergüenza, de hecho desprecian la vergüenza ante las propias lágrimas exhibidas en público. Lloran por pena, por impotencia, porque alguien los contraría. No solo consideran, como en la Edad Media según Huizinga, que llorar es "distinguido y bello", sino que además es justo y coherente.
Entre los delincuentes, por otro lado, las costumbres cambian con la misma dinámica de todo el mundo, por tanto no sé si todavía usan llorar a gritos cuando son atrapados por la policía, de modo de acarrearse el favor de los curiosos que siempre se congregan. Este instrumento emocional del hampa es una variante de la pataleta infantil, aunque difieren en el nivel de conciencia. En este caso, el llanto no es horriblemente real sino impostado.
Hace poco vi la detención de una mujer en el supermercado. Rodeada de guardias gritaba y pataleaba protagonizando una escena confusa. En un momento se entendieron sus gritos: acusaba a un guardia de manosearla, lo que correspondería a la figura de acoso o de abuso. No tuvo apoyo de nadie. Al parecer, se trataba de una mechera conocida.
Entiendo que para los de mi edad, hay algunas acciones tácitamente prohibidas, inyectadas en el disco duro o en el ADN: llorar en público y hacerse la víctima.