"Bob y Bill se conocen en el Departamento Exterior de la DINA. El 17 de septiembre se encuentran en Nueva York, en la pizzería Lombardi's, con el capitán Armando Fernández Larios, quien les encarga la misión de vigilar al agente Michael Townley desde su llegada. La importancia del golpe contra Orlando Letelier requiere precisión y suma cautela. Bob y Bill deben confirmar los reportes de Townley a Santiago a partir del seguimiento y sus observaciones. Reciben de Fernández Larios las mismas notas que él le dará días después a Townley en el aeropuerto, de manera que Bob y Bill pueden anticipar sus movimientos. Dada la política de compartimentación de la DINA, Townley desconoce que le siguen, aunque presume que alguien va tras sus pasos. La idea crece en su mente a medida que lo acorralan. El 17 de abril de 1978 al inicio del primer interrogatorio en la cárcel de Quantico, Townley interrumpe el relato de su llegada para intentar esclarecer la naturaleza difusa de esa sombra...".
Este fragmento, que se halla en la mitad de
El clan Braniff, de Matías Celedón, está, como se ve, redactado a la manera de un informe forense o similar. Si todo el libro hubiera sido compuesto de esta manera, tal vez tendríamos una narración coherente y accesible. Sin embargo, Celedón nunca se pone de acuerdo en la forma de llevar sus ideas al papel, por lo que tenemos un relato muy confuso y promiscuo. Esto último dice relación con la profesión de Bob, quien, aparte de practicar un cúmulo de actividades delictuales, es fotógrafo. Y este parece ser el pretexto para que Celedón inserte más de 70 fotografías en cualquier parte de
El clan Braniff, lo que es un abuso en un libro que no sobrepasa las 200 páginas. Por si fuera poco, las instantáneas son de pésima calidad y a veces consisten en carillas sin nada en ellas, o sea, mal reveladas.
Y antes del pasaje que transcribimos, el autor nos pasea por una serie de pueblos alemanes de ardua localización en el mapa, donde Bill, Bob o cualquier otro se reúnen para tramar acciones encubiertas bajo las órdenes de la DINA o la CNI. Por supuesto, ambas instituciones han sido ampliamente condenadas debido a las horrendas violaciones a los derechos humanos que perpetraron. Sin embargo, eso parece no interesarle mucho a Celedón, pues en
El clan Braniff da a conocer maniobras de los servicios de seguridad chilenos de aquel entonces, desconocidas hasta hace poco: entre estas, lo más siniestro y letal consiste en el enorme entramado de narcotráfico que esas entidades habrían organizado, que comprende aeropuertos clandestinos, aviones entrenados para aterrizar en lugares indetectables, recursos y personal altamente especializado y suma y sigue. En verdad se han publicado tantas, tantísimas obras sobre la dictadura que quizá por eso Celedón recurre a historias abracadabrantes, que nada aportan en cuanto al conocimiento del pasado reciente ni tampoco entregan retazos fidedignos que sirvan para entender los entretelones de un régimen militar que dividió a Chile. Porque la variante del comercio a gran escala de estupefacientes, que Celedón introduce en
El clan Braniff, seguramente con propósitos efectistas, alarmantes u otros, poco sirve para la comprensión de un sistema autoritario que hizo cosas peores. Asimismo, la información que se nos entrega al respecto es nebulosa, se dice a la pasada o se desprende de diálogos informales que sostienen diversos actores durante el desarrollo de la intriga.
El clan Braniff debe su nombre a la que fuera la aerolínea más grande del mundo y que revolucionó el concepto mismo de volar. Las aeronaves fueron pintadas por dentro y por fuera, con audaces diseños, la tripulación vestía tenidas fabricadas por exclusivas firmas, con un tono más bien provocativo y en la fachada del exterior de las máquinas participaron artistas de la talla de Alexander Calder o en su interior compitieron exclusivas marcas de textiles. Braniff quebró en 1982 por causa de su ilimitada extravagancia y en el presente nadie se acuerda de esa tan sonada empresa. En realidad, los hechos o la falta de ellos en este trabajo de Celedón, tienden a imputar más a la LAN en este cúmulo de confabulaciones cometidas por la policía secreta del gobierno castrense, por lo que quizá llamar al volumen como se hace fue un antojo pasajero del narrador.
Hay, desde luego, partes más logradas en
El clan Braniff y ello se debe naturalmente al oficio de un prosista que no es nuevo en estas lides. A Celedón se le dan muy bien los diálogos, de manera que la extensa secuencia de una conversación entre Bob y Javiera Osorio, otra presunta agente de los organismos clandestinos, es fluida, natural, inteligente y corresponde muy bien a las funciones que ellos desempeñan en la crónica. Igualmente hay otras secciones rescatables, como el extenso viaje de miles de kilómetros, que Bob y Bill emprenden por todo el estado de California, hasta llegar al extremo noroeste de Estados Unidos. Lamentablemente, estos segmentos de calidad no salvan al conjunto de
El clan Braniff, una ficción que carece de lo más elemental para llamarse tal: personajes y no meros nombres sin características que los distingan, de lo que se deriva una elemental ausencia de rasgos psicológicos; una tensión mínima que debe prevalecer en relatos de esta especie; carencia absoluta de acción, que se reemplaza por anécdotas que se van por las ramas, etc. Así,
El clan Braniff deviene en el mejor de los casos, en un texto discutible.