¿Han visto chinitas en este verano caluroso?
Me refiero al insecto precioso e inocente de colores rojos, anaranjados, amarillentos o dorados con pintas negras.
Los niños de otros tiempos las dejaban caminar sobre su mano y dedos, para que desde alguna punta sacaran alitas y emprendieran vuelo.
Se guarecían al fondo de las ramas, escondidas en los pliegues verdes de las hojas o dentro de un pétalo en flor.
Hace una semana me topé con una chinita flotando sobre la piscina. La saqué, pero ya era tarde. Es la única que vi.
¿Qué se hicieron los matapiojos, que volaban rasantes, orgullosos y rápidos sobre hierbas y pastos? El verano pasado, si la memoria no me engaña, vi uno. Este año ninguno. Con esas alas transparentes y dobles, que bailaban al volar.
Los niños de hoy los conocen por fotos y porque algún viejo les cuenta cómo eran los jardines y bosques de Chile, antes que empezara todo.
No sé cómo empezó, pero ya empezó.
Los primeros en acabarse serán los insectos. De a poco y sin que nos demos cuenta y de pronto alguien se lo pregunta: ¿Cuántas chinitas viste durante el verano?
¿Y las mariposas nocturnas, bellas y estrelladas, con figuras extrañas en sus alas de polvo y terciopelo?
¿Se acuerdan de los pololos verdes, brillantes y silenciosos?
¿Hace cuánto que no ve un palote? ¿Diez años? ¿Veinte?
Hasta los humildes chanchitos de tierra escasean.
Incluso desaparecieron las hormigas y sus largas y serpenteantes caravanas.
¿Cuál será la razón?
Será el cambio climático, el calentamiento global o la abundancia de pesticidas y herbicidas.
Quizá la expansión de las ciudades o la deforestación.
El caso es que la biomasa de insectos voladores disminuye y se extingue.
¿Cómo empezó todo?
No lo sé y no soy especialista, pero soy una persona que quiere a la naturaleza y se preocupa, porque cuando era niño abundaban los matapiojos y chinitas. Qué maravilla. Los caracoles eran tantos que en el campo, al pisar, uno caminaba y crunch, cruc, cric o crac, según el tamaño y grosor del caparazón. Hacíamos competencia.
Recuerdo el aroma de las polillas quemadas en la ampolleta. Se incineraban, humeaban y dejaban un olor raro. Las tirábamos de a una. Los insectos no sufren como los humanos. Así que daba lo mismo. Y eran cantidad, como las chinitas.
Hacíamos puré a las arañas y también a las pollito.
No era fácil, pero a veces conseguíamos un matapiojo o una mariposa y les cortábamos un ala o las dos para estudiar su desorientación.
Jugábamos con fuego y quemamos no sé cuántas cajas de fósforo con algún bichito dentro. A los saltamontes los pillábamos en masa y no recuerdo qué hacíamos. Alguna pata desprendíamos. O las dos, para ver lo que pasaba.
Era la niñez en otras décadas, cuando no había televisión ni celular.
Qué felices e inocentes éramos.
No sé cómo llegamos a este punto. A la lenta desaparición de la biomasa de insectos voladores. ¿Será el progreso, la contaminación, los pesticidas o el cambio climático?
Tiene que haber alguna razón, no es tarde para dar con el responsable, tomar conciencia y formular la pregunta: ¿Cómo empezó todo?