No hace falta ser científico para comprender y explicar la realidad de la catástrofe autoinfligida por la humanidad que acecha hoy a nuestra existencia. En apenas un par de siglos, el ingenio del hombre -y también su ingenuidad- logró sacar a la Tierra de su fantástico equilibrio, como quien da un tope a un trompo en movimiento perpetuo. Es cierto que en sus 4.600 millones de años ha sufrido transformaciones cataclísmicas, pero nunca a causa de los diminutos organismos que pululan en su superficie. Es increíble que el único habitante inteligente termine siendo el mismo que amenaza su propio espacio vital.
La catástrofe tiene que ver con el aumento sostenido de la temperatura atmosférica del planeta, por la acumulación de los gases resultantes de haber quemado durante siglos (y seguir quemando) cantidades inimaginablemente gigantescas de combustibles fósiles, lanzando su humo al aire, sobre todo carbón, petróleo y gas natural. Esta acumulación de gases tóxicos se ha convertido en una capa traslúcida en los confines de la atmósfera, que atrapa el calor del sol sin dejarlo escapar (tal como sucede al interior de un invernadero vidriado) y, por lo tanto, hace aumentar constantemente la temperatura, primero del aire y luego de los océanos. De ahí en adelante, se desencadena lo que ya presenciamos hoy: trastorno del clima con sus desastres, derretimiento de hielos con aumento del nivel y temperatura del mar, pérdida del hábitat de especies animales y vegetales, marinas y terrestres, con su consiguiente amenaza de extinción.
Es cierto que el hombre cree necesitar, en su ciega búsqueda de la felicidad, los recursos suficientes (en este caso, la energía) para mantener un ritmo, también autoimpuesto, de desarrollo económico y pretendido progreso, aunque sea al costo de fingir ignorar las consecuencias más duraderas y perjudiciales de dicho "desarrollo". En este contexto, las mejores sociedades del mundo, las más educadas y conscientes, las más dignas y empoderadas, están intentando, con enorme sentido de urgencia, revertir los efectos nefastos de la acción del hombre moderno sobre su hábitat. Mientras que Chile se da el lujo de permitir dinamitar uno de nuestros más espléndidos santuarios naturales, patrimonio de nuestro futuro, como es la Isla Riesco, en la Patagonia, para extraer millones de toneladas de carbón que serán quemadas al aire en nuestras centrales termoeléctricas, al mismo tiempo en Australia una corte de apelaciones impide definitivamente la explotación de una mina de carbón "porque contribuiría al calentamiento global".
Es hora de despertar. Es hora de interpelar a nuestros representantes políticos y preguntarles qué piensan hacer por el futuro de la humanidad, Chile incluido.