Es difícil dejar Chiloé. La isla suele apoderarse -como por embrujo- de una parte de ti mismo, como si ella también fuera una criatura mitológica: una bruja que te secuestra o un barco fantasma que te hipnotiza, isla sintiente o pensante. Algunos dicen que la isla perdió la inocencia que alguna vez tuvo, antes de que el turismo exacerbado pusiera en peligro su ritmo vital y su misterio. Hay muchas historias de tantos que se vinieron a vivir acá buscando esa magia. Pero un riesgo es construir una tarjeta postal de un Chiloé "puro", y no escuchar el Chiloé real, con sus fisuras, costuras y pliegues.
Por eso me gusta ir a conversar con mi amiga, la poeta de Ancud Rosabetty Muñoz. Su casa está siempre abierta a los visitantes que pasan por ahí, de "vuelta" hacia el canal de Chacao. Ella no está de vuelta de nada, ella es de esa pléyade de hombres y mujeres (verdadera aristocracia de espíritu de este país) que han decidido permanecer en la provincia sin escuchar los cantos de sirena que dicen que "para ser alguien" hay que vivir en Santiago. Rosabetty ha sido fiel a su "sureidad". Su poesía es un registro de las voces silenciadas o invisibilizadas o "imbunchizadas" de Chiloé: voces de mujeres que, en vez de contar leyendas, cuentan sus propias historias, y muestran sus propias cicatrices. Rosabetty tiene un oficio poético riguroso, como el de los constructores de botes e iglesias de esta isla. Hace sus versos sin que se noten los clavos, con un ensamble de maderas nobles. Un ejemplo: "Esta casa habla/ cruje su madera/ suenan las bisagras/ mientras cruza la pena/ de una pieza a otra/ arrastrando los pies". Rosabetty tiene el don de escuchar los cuchicheos y voces de las casas abandonadas de Chiloé, y de pequeños pueblos de alejadas islas que están desapareciendo. Porque en Chiloé todo sucede adentro de las casas.
En un muro del escritorio de madera de la poeta hay una de esas emblemáticas placas-escudo que se encontraban a la entrada de todas las escuelas públicas de Chile: "Escuela pública. Chile". Rosabetty es una militante de la educación pública; su trabajo de talleres literarios para jóvenes en liceos en Ancud ha sido formidable y tenaz. Ella invita periódicamente a poetas chilenos a ir a conversar con sus alumnos. Su principal preocupación hoy es cómo transmitir esperanza a los más jóvenes. Una parte de la literatura que hoy se escribe parece desatender esa necesidad de esperanza. Rosabetty cree todavía en ella y en valores que fueron parte de utopías y sueños colectivos hoy en ruinas. Ella piensa que esos valores todavía viven más allá de los desencantos y fracasos de esas utopías.
Me arrimo a la cocina a leña de su casa como buscando un lugar común perdido, anhelo que vibra en las largas conversaciones que uno puede tener con ella en este sur donde todavía "hay tiempo". Rosabetty y Juan, su marido, abren generosamente su casa para regalar tiempo. En Santiago ya casi nadie regala tiempo, todos parecen querer robártelo y convertirlo en utilidad. Aquí, en esta casa de madera donde se siente el calor del "hogar" y del pan cocinado con afecto ("el pan del hombre", como diría Barquero), se "tocan" los bordes de un ser común perdido por décadas de individualismo feroz. La urgencia de hoy no es arrancarse a Chiloé o a cualquier isla remota para construir un paraíso personal, tentación en la que es fácil caer. La urgencia hoy es tener otra vez un "nosotros" en tiempo de "yoísmo" y narcisismo. "No ir de a uno sino de a dos", como decía Éluard. ¿Pero es posible todavía un "nosotros"? Mientras conversamos, ninguno de los participantes de esta tertulia improvisada cuya anfitriona es Rosabetty Muñoz toma su celular: todos estamos "ahí", mirándonos las caras, hablando y alimentándonos de lo común, como de un curanto del que todos podemos comer al mismo tiempo. Cuando veo la hora, la de "Cronos" y no de "Kayrós", me doy cuenta que tengo que partir y entiendo por qué es tan difícil irse de Chiloé.