Solo hay una cosa más peligrosa que el Estado omnipotente: el Estado fallido. Este se da cuando puede haber un gobierno, pero ni ejerce autoridad ni es tenido por tal; presenta el puro caparazón y no se distingue de una banda armada -a lo más una montonera- que ocupa la fachada del gobierno y las instituciones. Su acción solo redunda en proteger y enriquecer a los suyos y defenderse por cualquier medio de otras montoneras que depredan en los márgenes y se disputan entre ellos. Si sobrevienen rebeliones que tienen un soplo de espíritu democrático, al final otro cacique violento reemplaza al derrotado; si se elige a un presidente o parlamento, la administración se hunde en la incompetencia y la corrupción. En América el caso típico es el de Haití; África tiene por desgracia muchos ejemplos, lo mismo que Yemen, este caso desde hace varias décadas y no solo desde que es "famoso". No es una rémora del pasado que el progreso va a superar, sino una de las probabilidades de muchos países en el siglo XXI. No nos creamos tan lejos de aquello, ya que caer en ese estado podrá aparecer remoto (lo es), pero no tanto el que nos dejemos aproximar a ese polo del Estado fallido; por ejemplo, el reino sin límite de la criminalidad que sucede en varios otros países de América.
Digo esto porque la destrucción de Venezuela -que comenzó con Chávez- puede pasar a una etapa más terrible todavía, incluso si es que Maduro cayera del poder. Aun si un gobierno electo llevara a cabo políticas razonables, la experiencia reiterada indica que las cosas van a ir peor antes de que mejoren: que se piense solo en las inversiones no realizadas en petróleo, ya que esta riqueza, como tanto recurso natural, no produce ganancias cual generación espontánea. Para no hablar del desorden que sigue a estas situaciones si no aparece un equipo que sepa liderar, provisto de estrategia y del don de poner en ejecución un proyecto político que incluya la reconstrucción de la economía.
Porque el peligro, sobre todo en un país por añadidura con tan alta tasa de criminalidad (siempre alta; de todas maneras, subió exponencialmente desde Chávez), es deslizarse hacia un Estado fallido. Se movería entre dos ejemplos actuales. Reconozco casos extremos que los nombro como ilustración: afirmar a una satrapía en Siria o una guerra de todos contra todos en Libia, en reproducción sin fin del círculo vicioso de la tiranía y la anarquía. El mismo temor hay que abrigar por el futuro de Cuba. Entre tanto, no es imposible que Maduro se afirme en el poder, destruyendo más todavía a la pobre Venezuela; ejemplos sobran de este tipo de desarrollo. Gran paradoja: si hubiese triunfado el golpe de 2002, Venezuela no habría caído tan bajo, pero es difícil pensar en una evolución política muy sana en ese caso; además, estaría la imagen de que la "oligarquía" aniquiló un proyecto "popular" y sería perseguida como maldición por una leyenda negra.
No es seguro que haya sido muy buena la idea de reconocer a un presidente alternativo; bastaba reconocerlo como presidente de la única institución legítima que existe en ese país. Ahora en cambio Juan Guaidó está sometido a la tensión de tener éxito en tiempo breve o pasar a la irrelevancia. Además, con el caso del EE.UU. de la era Trump, uno repite lo de "no me ayude, compadre". Las declaraciones destempladas de Trump y Bolton, como calculadas en su torpeza para alimentar la imagen del "imperialismo norteamericano", falsa en su caricatura pero en nuestro continente efectiva como herramienta política, no colaboran mucho para una transición ordenada, como la que auspician la mayoría de los países latinoamericanos.