Pocos deben recordar, seguramente, el "proceso constituyente" al que convocó la Presidenta Bachelet en octubre de 2015, que invitaba a la población a participar, desde los núcleos familiares, barriales y laborales, a definir los fines y características del sistema institucional que habría de regular nuestra convivencia. La materia, en ese entonces, capturaba el interés de los actores políticos. Para algunos, sin pasar por una Asamblea Constituyente, la democracia chilena avanzaba hacia una profunda crisis de legitimidad, mientras para otros abrir este debate podía conducir a la ingobernabilidad.
El proceso tomó algo más de un año. Se estima que participaron 220 mil personas, bajo la vigilancia de una instancia especial, el Consejo Ciudadano de Observadores, creada para asegurar su transparencia, el cual cumplió tan bien su papel que entró en tensión con el propio gobierno. Las proposiciones fueron procesadas por un comité de análisis conformado por expertos de diversas universidades, a partir de cuyo trabajo se confeccionaron las Bases Ciudadanas de una Constitución para Chile, que se entregaron a la Presidenta en enero de 2017. Este fue el insumo -se supone- para el proyecto de cambio constitucional que el gobierno anterior entregara al Congreso Nacional poco antes de terminar su mandato, que hoy duerme el sueño de los justos.
¿Por qué sacar a colación el frustrado "proceso constituyente" de Bachelet? Por sus curiosas similitudes con el "gran debate nacional" que ha propuesto en Francia el Presidente Macron, en respuesta a la irrupción de los "chalecos amarillos", cuya movilización ha puesto en jaque el orden público y la institucionalidad democrática. Bachelet, de hecho, bien podría alegar propiedad intelectual.
En un lapso inaugurado en diciembre y que se cierra en marzo, Macron ha invitado a debates públicos organizados por los municipios y el gobierno, o bien autoconvocados, donde la población podrá expresar y dejar registradas sus quejas o dolores, y dar su parecer sobre un listado de materias que incluyen, como sugerencias pero sin exclusividad, la supresión y creación de impuestos y servicios públicos, la descentralización y participación, y quizás lo más controversial, en materia de inmigración, el establecer "objetivos anuales definidos por el Parlamento" -vale decir, cuotas-. Se trata, ha dicho Macron, de "transformar con ustedes la cólera en soluciones", para "construir un nuevo contrato para la nación".
El proceso -al igual como fuera en Chile- está a cargo de un organismo independiente, responsable de garantizar su independencia del mismo. Por ahora se han programado más de tres mil encuentros, y se estima se acumularán más de medio millón de propuestas y cientos de miles de páginas con "dolores", material que será procesado digitalmente para su análisis posterior.
Hay muchas dudas sobre la real eficacia de este "gran debate". Desde ya no ha conseguido desactivar totalmente a los "chalecos amarillos", ni contener su radicalización y su desconfianza hacia el Presidente y el Parlamento, pero él sigue su marcha y Macron se recupera levemente en las encuestas.
Cualquiera sea el resultado final, sin embargo, lo de Francia pone en evidencia un fenómeno más general: el desgaste de la tradicional democracia "delegativa". Gran Bretaña está al borde del despeñadero por el desfase entre la soberanía popular, que apoyó el Brexit, y la soberanía del Parlamento que le pone cortapisas. Estados Unidos tuvo cerrado el gobierno por 35 días, también como efecto del choque entre el Presidente y el Congreso. Quizás el "gran debate" de Macron, como el "proceso constituyente" de Bachelet, termine igual: en nada; pero los dos tienen el mérito de poner en escena la indispensable necesidad de renovar la democracia, ensayando formas de participación más directa de la ciudadanía.