Publicada en 1989 en San Salvador,
La diáspora es la primera novela del talentoso Horacio Castellanos Moya (1957), posiblemente el más destacado narrador centroamericano de la actualidad. El libro nunca conoció una segunda impresión en las pasadas tres décadas y recién, a fines del año pasado, ha vuelto a aparecer. Se trata de una afortunada decisión editorial, porque
La diáspora, aparte de ser una lograda y a veces estremecedora narración, presenta la temática, el estilo, las obsesiones de Castellanos Moya a lo largo de una carrera literaria muy celebrada y que lo ha hecho merecedor de importantes premios. Si bien aquí encontramos ciertos defectos de los que, con el tiempo, el autor salvadoreño sabrá deshacerse -una escritura borrosa y algo indefinida; confusiones cronológicas; uso excesivo de la jerga vernacular; abundancia de personajes sin perfil psicológico, por lo que bordean la caricatura; exceso de siglas que nunca se explican-, en verdad el eje de
La diáspora está centrado en la violencia indescriptible de la lucha guerrillera; en el fraccionalismo desatado, que se debe principalmente a ambiciones personales; en el primitivismo de posiciones ideológicas maniqueas e infantiles; en fin, en el sinsentido de las vidas de quienes han dedicado todo lo que tienen a una causa para finalmente desilusionarse de ella, perder todo interés o bien arrimarse, en forma oportunista, a los poderosos.
El punto de inflexión de la obra se encuentra en el bestial asesinato de la comandante Mélida Araya Montes y la muerte de Salvador Cayetano Carpio, en 1983, y en la oscura ejecución del poeta Roque Dalton, en 1973. Estos hechos afectan profundamente a Juan Carlos, uno de los protagonistas y sobresaliente intelectual de uno de los grupos insurreccionales. Esto es así hasta el punto en que se desilusiona por completo de los principios revolucionarios y decide emigrar a México. Allí es recibido por Carmen y Antonio, dos compañeros que sufren sus mismas tribulaciones y que lo ayudarán a buscar la protección de organismos internacionales para asilarse en Canadá. A ellos se agrega una variopinta fauna de exiliados: el Negro, que dirige un periódico subversivo; el Turco, músico con orientaciones por el jazz, pero por ahora intérprete de un conjunto que canta boleros; Gabriel, catedrático que intenta conciliar las contradicciones entre la acción y su pasiva labor pedagógica; Jorge Kraus, un ambicioso periodista argentino que fue militante de la extrema izquierda y sueña con escribir un libro sobre la lucha sandinista, y varios más.
Castellanos Moya se detiene con fruición en Quique López, joven campesino con educación básica que por motivos de pura venganza personal, de puro resentimiento o simplemente por instinto homicida se incorpora a las huestes armadas. Al comienzo, lo encontramos en México, encargado de los teletipos del diario encabezado por el Turco y en momentos en que la directiva del partido -todos insisten, una y otra vez, en llamar "partido" a la montonera en que participan, ironía que Castellanos Moya subraya repetidamente- ha decidido que regrese a El Salvador debido a sus evidentes dotes militares -léase criminales-. Quique tuvo que huir de la patria porque sus atentados, sus ejecuciones de personas por el mero hecho de que le caían mal, sus actos de grosera brutalidad, se hacen tan evidentes, que los líderes de su organización deciden sacarlo del escenario bélico. Ahora, feliz y satisfecho hasta decir basta, se apresta a retornar al conflicto que devora a su nación. En verdad, el retrato de Quique, que a ratos puede parecer un tanto simplote, es la mejor caracterización que Castellanos Moya construye en
La diáspora y conforma una muestra evidente de que el movimiento en el que él y tantos otros tomaron parte estaba irrevocablemente destinado al fracaso o, peor aún, a la ruina política y social que en el presente reina sin contrapeso en el país de Castellanos Moya. Sin embargo, Quique, por más que represente un caso extremo, no es el peor de los caracteres que pueblan este terrible relato. Junto a él están los fanáticos irremediables, los que se cambian de bando siempre que les convenga, los que aquí llamaríamos apitutados y, en general, un amplio conjunto de hombres y mujeres que han caído en el alcoholismo, en la droga, en el frenesí sexual, en la vagancia, en suma, gente muy poco recomendable. A todo ello es preciso agregar el uso, el abuso e incluso el despilfarro de los ingentes recursos que numerosas agencias humanitarias entregaron a estos ejemplares luchadores.
Desde luego, Castellanos Moya no acusa, no denuncia, no parece estar de ningún lado y por lo general se limita a describir. Pero con eso es más que suficiente para que nos hagamos una idea acerca de sus convicciones que, tal como sucede con varios de los actores que ha creado, han culminado en la duda, el cruel desgarramiento interior, hasta llegar a un total escepticismo.
La diáspora , de comienzo a fin, es, si descontamos la excesiva truculencia, el retrato de una generación que vio cómo sus ideales se hicieron pedazos desde el mismo principio de los acontecimientos que se cuentan, porque nada transmitieron que no fueran consignas vacuas, pese a lo cual lograron la simpatía y el apoyo de buena parte del mundo. En otras palabras,
La diáspora es la crónica de quienes se lo jugaron todo, para concluir que lo que habían hecho fueron, ni más ni menos, trabajos de amor perdidos.