El domingo pasado escuchamos con fuerza el anuncio de Cristo de una buena nueva: el amor de Dios es incondicional, y desde ahí se concibe el inicio de un mundo nuevo, un mundo de libertad y justicia. El Señor anuncia el fin de toda forma de dominio, de la apertura de los ojos frente a las cegueras de la injusticia y el establecimiento de una nueva forma de relacionarnos.
Hoy escuchamos la continuación de ese pasaje, el que narra cómo la comunidad de Nazareth no comprende ni acepta la propuesta de Jesús e intenta derribarlo, pues ellos esperaban que la ira de Dios cayera sobre sus enemigos. Así lo anunciaba el texto de Isaías leído por Jesús (Is. 61, 2), sin embargo, el Señor deliberadamente omitió esa parte y planteó, al contrario, que Dios actúa incluso salvando a los enemigos. Por eso rechazan a Jesús, lo amenazan e intentan eliminarlo. Es en este contexto que el Señor plantea la expresión hoy famosa: "no hay profeta en su propia tierra".
Nosotros, como Iglesia, hemos intentado poner en práctica el evangelio. Pero, qué lejos estamos de llevar a cabalidad o concretizar el cumplimiento de este mundo nuevo anunciado por el Señor. A veces nos encandilamos con los números, pensando que en estos está el éxito de la evangelización, y se nos olvida que para cumplir el evangelio no se requieren grandes carismas ni grandes obras, sino que se trata de la transformación de la vida de cada persona y del respeto de su dignidad.
Hoy nos sorprende y duele que sacerdotes con atractivas personalidades, con importantes obras sociales y con mucha influencia, al mismo tiempo hayan utilizado ese poder para someter a otros; para denigrarlos, utilizarlos, incluso abusando de distintas maneras de ellos. Nos cuesta mucho comprender qué sucedió en ellos y cómo se puedan dar las dos cosas al mismo tiempo.
Pero sobre todo nos duele ver que personas en nuestras comunidades sufran por el abuso de aquellos en quienes pusimos la confianza. De forma ingenua tendemos a pensar que las buenas obras priman, y con la cabeza intentamos sacar un promedio entre lo bueno y lo malo; pero el corazón, implacablemente, nos señala que cuando personas han sido vulneradas, el daño siempre es lo que se impone.
El evangelio propone un reino nuevo, de justicia y de paz, un mundo donde prima la caridad.
Reconocemos en la dignidad de cada persona lo más sagrado, incluso reconocemos la presencia de Dios mismo en esa persona. Por eso el abuso de esa dignidad atenta contra la forma que tenemos de concebir el nuevo mundo que instaura Cristo. El abuso es contrario al reino, y las palabras más duras del Señor se refieren al que escandalice o haga daño a uno de los pequeños (cf. Mt. 18, 6).
Durante las últimas décadas la Iglesia ha gozado de prestigio en Chile y el mundo, pero, al mismo tiempo que se daba ese fenómeno, algunos abusaron desde este aparente éxito, mientras otros permitieron, toleraron y así se hicieron cómplices de esta ambigüedad. Incluso hoy hay quienes todavía intentan sacar promedios para evaluar, pero el daño causado opaca cualquier éxito. Es el respeto y cuidado a la dignidad de la persona lo que debe imponerse.
Por eso es injustificable lo que ha pasado. Hemos sido muy ciegos en poder ver esta realidad y dimensionar su gravedad. Sin duda, algunas voces intentaron denunciar, pero con vergüenza vemos que los profetas siguen siendo rechazados en su propia tierra. Ha sido necesaria una dura reacción de la sociedad, más bien externa a la Iglesia, para darnos cuenta de lo grave y complejo de todo esto. Hoy las cosas deberían estar dadas para que se empiece a actuar de una forma distinta, con nuevos ojos de verdad y justicia, desde la dignidad de los que han sido dañados y no desde los aparentes éxitos externos. Algunos, seguro piensan que esto no es posible, que todo seguirá igual. Por mi parte creo que el impacto ha sido de una gravedad muy profunda y que la búsqueda en nuestra Iglesia por vivir el evangelio desde el bien y la verdad es sincera. Tengo la esperanza de que las cosas se pueden empezar a hacer de una forma distinta escuchando, acompañando y reparando.
"En verdad os digo que ningún profeta es aceptado en su pueblo".
(Lc. 4, 24)