"E l número de campamentos en Chile no deja de aumentar", es el subtítulo del último catastro nacional de campamentos realizado por el Centro de Investigación Social de la Fundación Techo-Chile. Es un documento parco, modesto, pero de enorme significación, pues nos confirma que, contrariamente a lo que veníamos creyendo y sosteniendo como realidad, hoy existe en nuestro país una dimensión de la vida colectiva urbana que no solo no ha desaparecido, sino que empeora, escapando de nuestro control bajo las actuales premisas de organización, planificación y asistencia social.
Los campamentos son asentamientos precarios de familias completamente desposeídas, vulnerables en una pobreza que les afecta en todas las esferas de la vida, que han llegado a esa situación como un último recurso y cuya precariedad incluye, además de la constante incerteza de la permanencia y todas las humillaciones imaginables, la falta de servicios básicos considerados universalmente como derechos humanos. Estas carencias afectan las oportunidades de trabajo y la salud de esos ciudadanos, así como la integridad y la escolaridad de sus hijos. Tan invisibles y excluidos de la sociedad quedan los habitantes de campamentos, que muchos no son incorporados en mediciones estadísticas y, por lo tanto, no son sujetos de protección o ayuda. El estudio revela que, hasta 2016, son 38.770 familias (unas 116.000 personas) las que viven en campamentos a lo largo del país, concentrándose en las regiones Metropolitana, Antofagasta, Biobío y Valparaíso. Es un aumento de más de 10.000 familias desde 2011. Valparaíso es la región con más familias viviendo en campamentos de todo Chile; especialmente en las periferias del puerto y de Viña del Mar.
Es evidente que los programas de vivienda social no son suficientes, tal como los planteamos hoy, para resolver este creciente déficit invisible, al que se debe sumar un segundo déficit oculto: el del hacinamiento y la tugurización de barrios consolidados, tanto en centros históricos (el drama vivo de Valparaíso y Santiago Poniente) como en barrios de vivienda social levantados hace medio siglo, en cuyas moradas unifamiliares deben convivir hoy varias generaciones. Es esta una realidad urgente, por sus dramáticas repercusiones sociales, que nos obliga a preguntarnos sobre la naturaleza misma de la solución de la vivienda y del buen vivir urbano; si acaso debemos insistir en la idea de la propiedad unifamiliar o si acaso podemos explorar modelos más innovadores de arriendo, de cooperativas o de vida comunitaria; debatir el justo tamaño de los conjuntos para su sana convivencia y administración; comprometernos a mejorar las localizaciones, integrar socialmente y abrir verdaderas oportunidades de desarrollo personal. Debemos permitirnos ver lo invisible.