Mi abuelo tenía la obsesión de que sus hijos fueran filósofos. Tuvo 15 hijos, así que no le faltaron oportunidades para sacrificar al altar del pensamiento puro a algunas de sus criaturas. No dudaba en forzar a sus hijos a que se salieran de las carreras que habían elegido por sí mismos (la diplomacia, la agronomía o la mecánica automotriz), para que estudiaran filosofía y le dieran a Chile y a Latinoamérica el filósofo puro y duro que, según él, les faltaba.
De los hombres, al menos cuatro estudiaron filosofía una parte de su vida. De las mujeres, creo que solo mi mamá lo intentó, aunque desistió en primer año aterrada de no poder salir de la abstracción pura que vertiginosamente le atraía. Solo dos de los 15 hijos de mi abuelo se titularon de "filósofos" (o para ser más preciso, profesores de filosofía), y uno solo ejerció hasta jubilar el cargo de profesor de filosofía en distintos colegios y universidades de España, Chile, Colombia y Portugal.
Habría sido inútil explicarle a mi abuelo, que era escritor, que entre sus colegas poetas y narradores -sobre todo poetas-, sus amigos y enemigos, estaban los filósofos que tan desesperadamente buscaba para Chile. Cuando mi abuelo hablaba de filosofía, hablaba de la filosofía alemana, la de los grandes sistemas y las máquinas de pensamiento, que por cierto no podía leer en su lengua original. Los filósofos también eran los griegos clásicos, que tampoco podía descifrar completamente. La filosofía era otro idioma que el idioma en que escribió su novela
La Luna era mi tierra, un título que es en sí toda una filosofía. Como lo es el empeño de su personaje en no entender al revés todas las órdenes que le dan y actuar casi siempre contra sí mismo en una mezcla de altivez, timidez y desesperación absolutamente existencialistas, aunque todo escrito con la ligereza y discreción del empleado de impuestos internos que era por entonces.
La filosofía era otra cosa que el simple arte de pensarse en el mundo. Otra cosa en otro idioma para gente seria. Sin embargo, Martin Heidegger, quien en una de sus tantas calamitosas sentencias declaraba que no se podía pensar más que en griego o en alemán, dedicó el final de su vida al estudio de la poesía, quizás porque entendía que eso eran los presocráticos que tanto amaba, poetas de los que hemos perdido la integridad de sus versos, quedándonos con sus puros fragmentos. Quizás, una de las riquezas paradójicas de la cultura chilena es que la poesía, como en la antigua Grecia, es aún nuestra única forma de pensarnos más o menos seriamente. Y la suerte es que esa seriedad, muchas veces, como Nicanor Parra lo supo mejor que nadie, es cómica. La filosofía no se ha perdido aún en nosotros en un sistema porque es todavía, de manera pura y directa, metáforas y acentos, una cierta manera de decir tú, yo, y nosotros.
Heidegger, quizás, de no empeñarse en la superioridad del alemán, hubiese descubierto que Chile era la nueva patria de la filosofía en estado salvaje. Por desgracia, se empeñaba en leer los versos de Hölderlin y otros desde una ilegible prosa pedantesca que hace pensar que carecía de los dos sentidos esenciales a la hora de apreciar la poesía: el oído y el tacto. Es justamente ahí donde Andrés Claro, el filósofo chileno que a mi abuelo le faltaba, no falla. La poesía la entiende desde sí misma, sus reglas, su ritmo, pero no deja de extraer de ella conclusiones sobre la forma en que percibieron el tiempo, la creación, el otro y sí mismo, no solo los poetas, sino el mundo en que esos poetas escribieron.
Sin dejar la literatura como centro, se aproxima a sus propias teorías políticas, éticas, sociales y metafísicas. Así, en
Las vasijas quebradas, la traducción literaria era una forma de comprender el contacto entre culturas no como la tragedia de un desencuentro, sino como la riqueza de una interpretación infinita. Ese intento, el de leer en la poesía las formas en que comprendemos el mundo, es también el hilo que une sus tres últimos libros
La Creación,
Imágenes de tiempo y el recién publicado
Tiempo sin fin. Andrés Claro pasa en ellos de Horacio a Li Po, para terminar en Eliot y Pound.
Uno echa de menos, por cierto, a los poetas chilenos o latinoamericanos no solo por ansia chauvinista, sino porque muchos de los fenómenos que Andrés Claro describe, con su característica meticulosidad detectivesca, son más patentes en Vallejo, Huidobro o Parra. El propio Claro repara, en los dos sentidos de la palabra "reparar", la falla en
Lenguaje, mundo, traducción, el libro en que lo entrevista acuciosamente Andrés Florit. Ahí Claro se aventura a pensar la relación de Parra y Juan Luis Martínez con el lenguaje o con los límites de este. Lo que sugiere en esa entrevista parece la sombra de un libro que Claro nos debe.