No es extraño que, en el momento en que la fotografía se puso al alcance de todo el mundo, en el cambio de siglo del XIX al XX, se haya querido registrar a los fugaces habitantes de los bosques, de los vanos al interior de las casas y de los paisajes indefinidos. Duendes, hadas y fantasmas, los protagonistas de tantos relatos a través de los siglos, ya que en algún momento se manifestaban en forma visible -ya que alguien los veía en determinadas circunstancias-, no tendrían por qué librarse del testimonio de la cámara.
No obstante, nada de lo esperado sucedió, y la misteriosa franja que nos separaba de estos seres fantásticos (o mentales) siguió irradiando su misteriosa aura. Mucho de lo que se presentó como prueba de la existencia de individuos sobrenaturales se reveló después como superchería. Conan Doyle, olvidando a Sherlock Holmes, cayó en el fiasco de las fotos de hadas. Los registros de fantasmas de William Crooke fueron desbaratados en sus mecanismos de feria. Los pobres fantasmas fueron reclutados por los charlatanes de los espectáculos circenses, recluidos en el engañoso espacio de unos espejos, ataviados con vulgares sábanas. No estaban muy lejos de los yaganes exhibidos en zoológicos, todos víctimas de una farándula burda y feroz.
La fotografía, en todo caso, a la que no se pudo obligar a refrendar los relatos de la imaginación, mostró una imagen aun más poderosa: la del vacío del mundo. ¿Qué otra cosa quieren tapar los telones pintados de las fotos de estudio que todos conocemos? Todos tenemos tales escenas en la memoria familiar, un grupo armónico, de miradas más bien tristes, niñas y niños de la época del diábolo, con sus cuellos de marinero, sus botines y sus aros de jugar, rígidos ante un paisaje vagamente italiano, con una balaustrada en primer plano y luego un valle suave que se aleja en sus matices.
Pero al sacar la cámara a la calle, o meterla en las casas, de vez en cuando, por impericia del operador, por cosas del azar, por primitivismo técnico, de repente hacia los bordes de las fotografías los figurantes se veían como una mitad de sí mismos: un pedazo de cuerpo sólido y el otro vaporoso y desagregado. Una cara discernible en tercer plano podía ser un borrón en que la sonrisa estaba a punto de convertirse en una mueca de agresión.
La demorada velocidad de la obturación permitió captar las luces pálidas de un parque nocturno pero no a los transeúntes que pasaban en ese momento por ahí. En las fotos quemadas, un río era lo mismo que el blanco del cielo.
Entonces la idea es esta: que la fotografía aportó su propia categoría de fantasmas, alejada de la imaginación pero muy próxima al modo en que percibimos las cosas del mundo.