En los primeros tiempos de la fotografía, ¿lo recuerda?, si usted o su gente querían ser inmortalizados, se contrataba a un fotógrafo: la ceremonia requería paciencia y la asistencia de un profesional.
En los segundos tiempos de la fotografía, ya bastante simplificada la cámara, cualquier persona podía operarla medianamente bien. Bastaba pedirle a un tercero, explicarle un poco cómo funcionaba el aparato ("mire por aquí y apriete este botón"), ponerse en la pose y dar las gracias. A veces, en los grupos de familia, alguien oficiaba de fotógrafo, alguien a quien, según él, le salían bien las fotos, optando por no aparecer él mismo, aunque cuando el registro se revelaba no faltaban fotografías desenfocadas, semiveladas o en las que se cortara parte de la cabeza a alguno de los modelos. Era la época en que, como parecía natural, las cámaras fotográficas disponían de una lente que solo podía reproducir aquello que se encontraba delante del ojo. Se encuadraba un trozo del mundo ahí adelante y ese trozo era capturado por la fotografía. Eso era fotografiar. Cuando se miraba una vieja fotografía, años después -otra ceremonia que ha tendido a desaparecer-, formaba parte de ese mirar especular acerca de quién había sacado la fotografía, ese ser invisible que había quedado fuera, pero que de ese otro modo estaba presente. La novedad fueron esas cámaras en que el botón obturador se apretaba solo y de manera diferida. Así, el fotógrafo podía preparar la escena dejando un hueco para sí mismo, enfocaba la lente hacia ese punto, echaba a andar un temporizador, corría a ocupar su lugar y esperaba que la cámara disparara de modo automático el obturador.
En el tercer tiempo de la fotografía, el tiempo en que estamos, las máquinas se simplificaron al máximo, se convirtieron en unos aparatos amables, capaces de corregir todos los errores y torpezas: a prueba de tontos. Las malas fotografías, que tenían su encanto, empezaron a desaparecer, y comenzó la época de la gran abundancia. De pronto, se introdujo la modificación que permitía que la cámara enfocara hacia atrás y pudiera encuadrar el mundo ubicado detrás del lente, aquella parte donde está el ojo, el rostro, el cuerpo del fotógrafo. Sin necesidad de tanto esfuerzo, entonces, el autor de la fotografía pudo incorporarse él mismo a su obra, representar y representarse. Es el reino de la "selfie". En esta -sin duda un momento gozoso, simpático y universal de estos tiempos- falta ese gesto tan propio de la fotografía de antes: renunciar a la exposición de sí mismo porque lo que se quiere es salvar un momento del mundo que, a pesar de que no me contiene, estimo digno de ser salvado.