Esta semana hemos celebrado el primer aniversario de la visita del Papa Francisco a nuestro país y a nuestra Iglesia chilena. Son distintas las evaluaciones que se han hecho de esta. Para los que participamos en alguna de las actividades se trató de un encuentro muy eclesial y una experiencia fuerte de fe. Pero, junto con esa experiencia más personal que cada uno pudo vivir esos días, fue en la crítica de la sociedad donde se visibilizaron voces que como Iglesia o como pastores de la misma no habíamos sabido comprender y nos vimos, entonces, como en un espejo.
Todo desembocó en una fuerte crisis y en la necesidad de una profunda renovación no solo en nuestra Iglesia chilena, sino que incluso cambió el rumbo del pontificado del Papa Francisco. Estamos recién a mitad de camino, pero está claro que la Iglesia chilena -en su conjunto, pastores y fieles- no es la misma después de esta trascendente visita.
Recuerdo con especial emoción la misa en Iquique, con la alegría de sus bailes religiosos y la fuerza de la piedad popular tan presente. Algunos se quedan en los números. Yo me quedo con la experiencia vivida y el contundente mensaje del Papa, en el que invitó a imitar la alegría de la piedad popular que convierte el desierto en fiesta: ellos saben vivir la fe y la vida con alegría. Estas fiestas religiosas hacen que el desierto parezca un vergel.
En esa misa, el evangelio proclamado fue el mismo que proclamamos este domingo: las bodas de Caná. El Papa invitaba a estar atentos a lo que sucede en nuestras ciudades y pueblos, a ver las injusticias y precariedades que muchos sufren, en las dificultades que viven los migrantes, y así decir con María: "No tienen vino, Señor".
A mí me queda dando vueltas esto de la fiesta. El Evangelio, junto con referirse a un hecho histórico, está contando la historia de la relación de Dios con la humanidad: es como la del esposo con su esposa. Esta relación, que es de amor, es y debe ser una fiesta constante. Así aparece en los libros de muchos profetas del Antiguo Testamento, como Oseas e Isaías y también en algunos salmos.
Pero, de pronto, en esta relación sucede algo extraño: el hombre comienza a darle a Dios el rol de legislador y justiciero, por lo que su relación ya no es esponsal, sino que consiste en cumplir leyes y normas. Esta relación termina convirtiéndose en una formalidad externa que ha perdido su esencia.
El vino, que aparece también en muchos textos de las Escrituras, es signo de la alegría y libertad en esta relación con Dios. Por eso, una boda en la que no hay vino, refleja bíblicamente una relación en crisis, una que ha perdido su esencia.
De alguna manera esto refleja lo que hemos ido percibiendo más claramente desde la visita del Papa, pero que estaba instalado hace mucho tiempo entre nosotros. Tal vez, todos como Iglesia, hemos cumplido en lo que se refiere a la formalidad, a lo externo. La misma visita contó con una organización muy profesional y de gran calidad. Ahí no estuvo el problema.
El problema fueron las tinajas. En el Evangelio, las tinajas reflejan lo antiguo. Lo que antes sirvió. Se usaban para los ritos de purificación externos que fueron reemplazando la relación alegre y libre con Dios.
En nuestro caso, cumplimos con la formalidad, ofrecimos la fiesta, pero perdimos el motivo de la celebración. Dejamos de ser esposa y pasamos a ser asalariados. Las tinajas que ofrecimos estaban vacías, y no nos habíamos percatado de esto.
Los desafíos de hoy, los tiempos nuevos, requieren respuestas también nuevas. Algunos tienden a mirar otras épocas de aparente mayor prestigio eclesial buscando la solución, pero esas serán muy posiblemente respuestas añejas, tinajas que ya están vacías.
Hoy podemos poner juntos el agua nueva, y que sea Cristo quien la convierta en el mejor vino de todos. Debemos recuperar la alegría y libertad en nuestra relación con Dios, el esposo, y también con la esposa, que es la Iglesia. Por eso, como María, con humildad, debemos decirle a Jesús: somos nosotros los que no tenemos vino, Señor.