El testamento de Dolores es una novela ambiciosa. Nos ofrece la historia de una sirviente que aprende a leer, situándola en un escenario de hechos históricos ocurridos doscientos años atrás: los episodios tumultuosos de la Independencia de Chile. Desde las primeras páginas del libro se aprecia el propósito de comparar y homologar con que Pía González Suau (Santiago, 1957) ha escrito el texto. Los ideales políticos irreconciliables, los apetitos de poder de los revolucionarios, sus rivalidades y traiciones, sus debilidades y heroísmos; el violento choque de valores y costumbres fuertemente arraigados en la tradición con los primeros y tímidos atisbos de modernidad, en fin, todo aquello que alimentó nuestro proceso independentista se refleja asimismo en la vida privada de las familias que fueron testigos de esos años tormentosos y muchas de sus cicatrices sobreviven hasta nuestros días.
La visión de una derruida pared de adobes que se contempla al pasar en auto desde la carretera ha sido (ficticiamente) la motivación de
El testamento de Dolores, un relato que desea recuperar la imagen de nuestro pasado cuando de él no quedan más que escombros. Por supuesto, muchas novelas anteriores han intentado lo mismo, pero la de Pía González Suau, al igual que otras de importantes autoras chilenas publicadas durante los últimos años, pretende escribir la historia desde la otra orilla. Para lograrlo, la autora entrega la narración a una voz cuyo estilo de contar demuestra sin lugar a dudas que pertenece a una mujer. Su perspectiva, por lo tanto, es distinta a la que ofrecen los relatos que sobre el mismo tema han escrito los hombres. A pesar de sus referentes comunes, las imágenes de
El testamento de Dolores polemizan con las del discurso masculino y las provocan abiertamente. Por ejemplo, en el vocabulario de su narradora se encuentran palabras que rara vez aparecerían en el discurso de un hombre y, por otra parte, sus comentarios destacan con un estilo natural y cotidiano aspectos de la realidad que quizás tampoco le interesarían. Consecuencia de lo anterior es la familiarización, el efecto de proximidad, la pérdida de la seriedad que las imágenes históricas han adquirido en los discursos masculinos tradicionales. Refiriéndose a José Miguel Carrera dice, por ejemplo: "José Miguel, hombre bueno para los golpes de Estado, volvió a dar uno y se radicalizó, como dicen algunos, dispuesto a lo que fuera por echar a los conquistadores españoles. Mal le fue". O sobre los mapuches: "Los indígenas del resto de América ya habían sido sometidos y solo quedaban estos únicos indios porfiados". O sobre un antepasado de don Lorenzo Ariza de los Reyes, uno de los principales personajes de la novela: "El viejo, ni tan ilustre ni pituco, pero sí muy ardiente, se enamoró de una esclava negra...". Más importantes aun para exhibir su condición de mujer son sus preferencias narrativas. Entre otras, la narradora destaca la presencia de las mujeres y el rol que jugaron dentro de ambos bandos en los tiempos de la Independencia o, también, insiste en describir con el mayor realismo posible el lado oscuro del heroísmo, la dimensión sangrienta, inhumana y cruel que el discurso masculino por lo general deja de lado. Y por si nos quedaran dudas sobre su condición femenina, se ubica explícitamente en el lado de las mujeres: "La cocinera entendió de inmediato. Eusebio no. Los hombres, en todos los tiempos, han sido lentos para ciertas cosas".
Desafortunadamente, la estructura de la segunda parte de
El testamento de Dolores es más débil que la de los primeros capítulos: deja la impresión de haber sido escrita con impaciencia y prisa, sin dedicarle tiempo suficiente para organizar su forma y corregir y pulir el lenguaje. Incluso, el desenlace de la historia imaginaria decepciona un poco: hay demasiadas casualidades y resoluciones provenientes del romanticismo tardío. Pese a ello, Pía González Suau ha creado con éxito una narradora que mira con ojos diferentes el contradictorio y trágico nacimiento de nuestra nacionalidad.