El circo chileno es una de las pocas tradiciones que se han mantenido vivas a pesar de todo, incluso a pesar del atávico "ninguneo" chileno con lo propio. Cuando en primavera vemos levantarse las carpas multicolores (por muy parchadas que estén) en las miles de ciudades de este país de rincones, nuestro corazón se alegra: el circo ha sobrevivido a todas las catástrofes, históricas y naturales, como una lección de vida y persistencia. El circo es una escuela de vida: rigor, oficio, trabajo de equipo, estoicismo. Los hijos de los artistas circenses nacen en una escuela nómade y desde pequeños aprenden a levantar una carpa, a moverse en el trapecio, a hacer reír. Y ahí los bautizan con mucha gracia: al tony "Cucharita", por ejemplo, lo llamaron así porque "la revolvía mucho"...
Hay familias míticas que han tomado la posta que les dejaron sus padres y antes sus abuelos. En su deambular por los caminos de Chile, bajo la lluvia tenaz del sur o el calor abrasador del norte, estos artistas populares han repartido sonrisas y asombros, más allá de sus propias penas o dificultades. Siempre he pensado que el circo debiera ser un modelo educativo de excelencia, y que probablemente muchos niños se salvarían de la drogadicción, la delincuencia, si un circo pudiera acogerlos. Es lo que le pasó a un amigo muy cercano. Atravesaba en plena adolescencia una crisis personal muy fuerte, y estaba alcoholizándose y abandonando sus estudios universitarios, y un vecino suyo, que era payaso, le ofreció a su padre llevárselo por un tiempo hasta sacarlo adelante. Trabajar todos los días en el circo, donde no hay tiempo para la dispersión o el vacío, lo salvó. Ahí conoció por dentro que, detrás de cada salto mortal, de cada gag , hay muchas horas de desvelo, mucha vocación, entrega.
En la risa de nuestros payasos y tonys se manifiesta una parte importante de nuestra identidad, de ese humor tan chileno que sale siempre a flor de piel, y que es nuestra manera de hacerles "el quite" a nuestras tragedias y a la pobreza. El circo ha mirado siempre a la pobreza cara a cara. Enrique Lihn, poeta chileno, cuando era estudiante del Bellas Artes, dibujó varios retratos de payasos, y cuenta la leyenda familiar que, muy niño, estuvo a punto de fugarse de su casa en un circo. Por eso fue un acierto que se titulara a un libro póstumo suyo "El circo en llamas". Algo en el circo nos invita siempre a partir al País de Nunca Jamás. Todavía me emociono como un niño cuando vuelvo al circo. Cierro los ojos y me parece que la infancia está siempre ahí, agazapada, esperándonos adentro de nosotros mismos, a punto de saltar a la pista. En Chile no tenemos carnaval, el circo es nuestro carnaval. Por eso una autoridad de ceño fruncido quiso prohibirlo alguna vez, hace mucho tiempo, como fue prohibida también la "cueca chora" y todo lo que tiene que ver con la risa y la fiesta, siempre subversivas y movilizadoras de las fuerzas creativas y alegres del pueblo.
Hoy día el circo chileno está pasando por una dura prueba. La pequeña nieta de cinco años de Joaquín Maluenda, el Tachuela Grande del Circo Los Tachuelas, sufrió un lamentable accidente: se electrocutó mientras jugaba en medio de las casas rodantes que se habían instalado en el Muelle Barón, en Valparaíso, y se encuentra grave. El abuelo Tachuela tuvo que sonreír esa noche al público: "realizamos dos funciones con mucha pena y dolor, porque ella es una de las regalonas... pero esa es la vida del circo, porque el show debe continuar. Somos profesionales", dijo. ¡Qué lección en tiempos en que la desidia y el descompromiso abundan! A la niña, hija de la hija de Tachuela Grande y del Payaso Pitufín, la llaman "Jojó". El circo chileno está llorando en silencio por Jojó y un niño sale de mí con una capa de colores y corre a abrazar a los Tachuela, y ahí descubre que la risa y el llanto no pueden distinguirse y que caminamos siempre sobre esa cuerda floja, y esa es una de las grandes lecciones que nos ha enseñado siempre el circo.