El Gato Gamboa se refugió -después de su detención, prisión y tortura- en la revista Foto Sport, que era una oficina grande y rectangular que tenía enormes ventanales que daban al río Mapocho. Era dirigida por Cañón Alonso, quien le dio asilo y protección, y compartía algunos espacios con la revista Estadio, que estaba medio piso más abajo y con la cual, por esas cosas de los tiempos, compartían propietario.
En junio del 78, cuando todos los reporteros -jóvenes universitarios en su mayoría- se fueron a Mendoza para ver el Mundial, el Gato se quedó, acompañado de fotógrafos y diagramadores, y de un practicante de 17 años, gordo y lleno de espinillas, que llegaba cada tarde a aprender más de lo que le habían enseñado por la mañana en la Escuela de Periodismo.
Alberto Gamboa no andaba ni triste ni maltrecho por la vida, aunque debería, porque sus sueños se habían hecho añicos de la peor manera posible. Contaba anécdotas de su cautiverio arrancando carcajadas y, cuando tomaba el té a sorbos cerca del cierre, garabateando sobre las carillas escritas a máquina, lanzaba comentarios mordaces sobre jugadores y dirigentes, que seguramente hubieran sido impresos en Clarín, pero no en una revista deportiva seria, que igual duró demasiado poco.
Un día, el Caco Villalta se enojó porque el Gato, editor plenipotenciario, le cambió el título de una nota sobre el Cóndor, Fournier y Leyton (los tres arqueros de Aviación), reemplazándolo por "Tres en uno: se estiran más que un chicle". Cuando la tormenta amainó, cerró un ojo y dijo por lo bajo que debería haberse llamado "Estos tres vuelan sin hacer daño".
Uno de los maestros del periodismo chileno dejó también su huella directa en un grupo de redactores deportivos que vivían años duros, como todo el mundo. Lo suficiente como para ver pasar, frente a sus narices, la grosera alteración de las edades de una selección juvenil -pasaportes incluidos-, groseras intervenciones gubernamentales, doping flagrante y la marginación de Caszely de la selección por razones políticas. Refugiado en su rincón, en el escritorio del lado de la ventana, al Gato esas cosas le parecían nimiedades al lado de los verdaderos crímenes que vio y que vería pasar.
Solía decir que la época no estaba para hacer periodismo político ni económico, que las artes eran una lata y que, con todo, lo que pasaba en la cancha se parecía a la vida. Cuando se sonreía, la cara se le llenaba de pliegues y los ojos solían decir más que su boca.
Muchos años después, rehabilitado por quienes lo despreciaron y consagrado por un titular que resumió magistralmente el plebiscito, el Gato, con la misma sonrisa, reprochaba que los nuevos periodistas deportivos no dijeran la verdad: que éramos malos sin remedio. Hasta que empezamos a ganar. La última vez que nos encontramos, levantaba la teoría de que Medel, Alexis y Vidal eran la revancha del pueblo, ese al que habían masacrado justo cuando comenzaba a gobernar. "Pero a estos cabros eso no les interesa para nada". Y se echaba para atrás para soltar otra carcajada.