Hay países de los cuales sus habitantes huyen o, al menos, por distintas razones, se van más personas que las que llegan. Hay otros, en cambio, que resultan atractivos, y son muchos más los que ingresan que los que salen de ellos. Podría pensarse que lo más conveniente es lograr un cierto equilibrio, ya que los primeros corren el riesgo de despoblarse y los segundos de atiborrarse de gente. Chile entró en un ciclo histórico en que no se huye, sino que, por el contrario, afluye gente en una considerable cantidad. La dirección de ese flujo es un hecho: desde hace décadas -y de modo muy intensivo en los últimos cinco años-, este remoto y desconocido país se ha convertido en un polo inmigratorio, no emigratorio, y si la cosa sigue así -en el mediano plazo-, podríamos experimentar un crecimiento demográfico inesperado frente al calculado según las tasas de natalidad y mortalidad.
Tras ese flujo hay una evaluación favorable acerca de la condiciones de vida en nuestro país, a lo cual se añade el hecho de que ya dejamos de ser un
finis terrae, porque los medios de transporte son más rápidos y baratos, y, relativamente, estamos más cerca de cualquier parte y, por otro lado, gracias a la revolución tecnológica de los medios de comunicación, también es más fácil acceder a un mayor conocimiento de cómo somos y en qué situación nos encontramos. Así, aunque cesara o disminuyera la afluencia de tal o cual país, todo parece indicar que seguiríamos recibiendo tantísima gente de otras naciones con otras culturas.
Siempre se dan desplazamientos masivos de personas, pero acaso, de pronto, ese fenómeno constante se esté acrecentando; acaso estemos viviendo tiempos en los que las poblaciones se han comenzado a mover con mayor celeridad, tiempos de desarraigo, de nomadismo, en los cuales los lazos con la tierra nativa se aflojan y grandes grupos humanos son impulsados a buscar otro lugar en el cual asentar su hogar. Quizás también estemos solo presenciando el inicio de un período largo de esos desplazamientos, de un prolongado ir y venir de cantidades crecientes de personas que se van de un lado a otro con camas y petacas, con lo mucho o lo poco que se tenga y, como siempre ocurre, los desplazados siguen rutas, unos se van tras los otros, se movilizan en caravanas.
Chile, el antaño remoto e ignoto Chile, es ahora un destino de llegada dentro de esas rutas. Y, por lo que se sabe, estos fenómenos se podrán contener un tanto, pero nunca detener y, a lo mejor, estemos al borde de una fase, atractiva para mi forma de pensar, en que Chile puede llegar a convertirse en otro, dado que lo que somos siempre ha sido no más que el fruto de una mezcla.